Vayamos por partes. Que todo ser humano nace de la unión de un principio masculino (espermatozoide) y de otro femenino (óvulo) es algo evidente. Será, entonces, preferible que esta unión se produzca del encuentro personal de los dos progenitores que no de la manipulación de los científicos en el anonimato del laboratorio. Mejor aún si es engendrado en un encuentro amoroso de ambos y con la voluntad expresa de buscar el milagro de la vida humana en medio de un inmenso océano de posibilidades estadísticas. Mejor todavía si esos progenitores se conocen personalmente entre sí y se han prometido un amor fiel y estable, duradero en el tiempo y desafiante de los vaivenes y contratiempos de la existencia. Llegados a este punto, tendremos ya unos verdaderos “padres”, en sentido pleno, y el ser nacido tendrá el estatuto de “hijo”. A su nacimiento seguirá una educación armónica y estable en la que cada uno aportará no sólo sus genes sino su personalidad propia (masculina y femenina); su cuerpo, mente y espíritu.
¿Hasta aquí me siguen? Pues bien, acabamos de inventar… ¡la familia! (simplemente, sin adjetivos innecesarios). La familia es esa unión en convivencia de un varón, una mujer y unos hijos, en la que se dan la totalidad de las condiciones favorables para el desarrollo de todos y cada uno de sus miembros a lo largo del tiempo. El posible deterioro de la vida familiar proviene de la fragilidad de todo ser humano –algo inevitable- pero no de la fórmula en sí.
Sigamos adelante. Si esa familia está abierta a una dimensión transcendente de la vida, se afirmarán y prolongarán los pasos anteriores. El amor mutuo de la pareja será considerado como un don inmerecido que hay que cultivar con mimo cada día. La transmisión de la vida será buscada y recibida con respeto y admiración: el regalo de los hijos viene de Otro y halla en Él su último destino. El padre y la madre se considerarán agraciados y no propietarios de sus descendientes. Finalmente, no faltará en esa familia la entrega gratuita de sí mismo a los demás, la educación paciente y vocacional de los más pequeños, el sentido de la fiesta, la apertura al resto de la sociedad y la preocupación por los más pobres. Desde un punto de vista social, cultural y hasta económico… ¿hay quien dé más y más barato?
Estamos hablando del ideal, pero de un ideal fundamentado, posible y –a Dios gracias- ampliamente realizado. Es verdad que hoy nos encontramos con situaciones “de hecho” que se alejan en mayor o menor medida de esta familia plena y completa. Se han detenido en un estadio anterior o aún les falta algún elemento. No vamos a valorar ahora desde un punto de vista moral cada caso diverso (en algunos supuestos nuestro veredicto sería muy severo, en otros más comprensivo). Terminamos simplemente estableciendo estas tres conclusiones:
- Las situaciones problemáticas, ambiguas o insuficientes… ¡no se pueden equiparar con la familia ideal aquí descrita! Habrá que abordarlas, ciertamente, pero no se las puede tratar igual tanto por los particulares como por las instituciones públicas.
- Todos estamos humana y moralmente obligados a buscar y favorecer las fórmulas más plenas y satisfactorias. Aquellas que son avaladas por la recta razón y por la experiencia secular: una familia que funcione bien.
- Con estas ideas bien claras, no hemos de tener miedo al cambio. Las formas de convivencia y de relación están sujetas a la evolución, también las que afectan a la familia. No hay razón alguna para tacharla a ésta de “tradicional” por ser inmovilista y desajustada con la realidad.
Última observación. Uno siente la necesidad de escribir estas cosas a la par que un cierto sonrojo por hacerlo. ¿Qué ha pasado para tener que proclamar estas obviedades? ¿Tendremos que demostrar que el sol sale cada mañana y se pone cada tarde? Es, cuando menos, preocupante.
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