EL OVILLO (El fenómeno ETA y su valoración ética)

El amasijo de cordeles en el que se ha convertido nuestro país es más que una metáfora. A fuerza de estirar cada cabo hemos hecho de España un saco de nudos. Todo está liado, enmarañado y confuso. Se impone un esfuerzo de paciencia y de claridad, convencidos de que “Por el hilo se saca el ovillo”.

Empecemos por desliar las adherencias, eufemismos y falacias con que se envuelve al terrorismo de ETA, que es la cuerda más peligrosa, la que ata y tensa a todas las demás. Sin apoyos, ETA vuelve a ser lo que siempre fue: una banda de asesinos y, como tal, intrínsecamente perversa. No tuvo justificación moral cuando nació en tiempos de la dictadura, ni mucho menos la tiene hoy, en el presente democrático. Tampoco puede alegar una motivación jurídica (la posible “represión” policial o judicial no habría existido, si ETA no hubiera ido siempre por delante con la muerte y la extorsión). No cabe aducir razones políticas, cuando en democracia todo se puede y se debe defender pacíficamente. Desgraciadamente no posee otra representación u otra fuerza que la que le dan sus bombas y pistolas. Con ETA no se puede negociar un alto el fuego como si hubiera dos partes enfrentadas. Menos aún, entrar en una transacción política (tú cedes, yo cedo…). No hay simetría ni equidistancia entre ETA y el Estado. ETA no es una forma extremista o “equivocada” de lucha política sino una monstruosidad, una patología moral, un mal del espíritu que contamina todo lo que toca. Sólo le cabe hacer un profundo examen de conciencia y arrepentirse (o, al menos, verse sometida al arrinconamiento y a la jubilación por antigüedad). Y si alguna vez - quiéralo Dios - ETA cesara verdaderamente en su actividad, entonces, pasado un tiempo suficiente para serenar los ánimos, se podría pensar en medidas de gracia y de generosidad. Pero, en este punto, las víctimas del terrorismo habrían de tener la iniciativa. Es muy fácil perdonar por los daños ajenos.

Vamos, ahora, a por otro cabo suelto, mezclado torpe o interesadamente con el del terrorismo de ETA y que es el derecho de autodeterminación de un pueblo, de una porción particular del estado español, en este caso el del pueblo vasco. En principio y por razones de estricta democracia, admitamos que no se puede negar ni entorpecer el ejercicio de este derecho (guste o no guste; se compartan o no sus motivos; hubiere o no una ETA…). Todo grupo humano tiene derecho a decidir de su futuro y del destino que le incumbe sin que nadie lo haga por él, aunque sea para ir hacia el suicidio colectivo. Es el caso del hijo mayor de edad que quiere dejar la casa paterna, del socio que decide romper una sociedad mercantil; del cónyuge que desea abandonar el hogar… Tendrá que atenerse a las consecuencias de todo orden que le sobrevinieren, pero no se le puede impedir que opte y actúe según su voluntad. Evidentemente, el resto del estado es parte interesada a la hora de negociar los efectos económicos, jurídicos y políticos de la ruptura (¡faltaría más!), pero no se puede imponer a una minoría el peso aplastante de la mayoría. Esto siempre engendra frustración, victimismo, sentimiento de opresión y lleva al chantaje permanente. Tales situaciones se tienen que afrontar apostando por la libertad de decidir y la responsabilidad de cargar con los efectos que se sigan.

En este hipotético y extremoso caso, el estado tiene que facilitar los instrumentos jurídicos que se precisen, reformando lo que haya que reformar del actual sistema legal. Le incumbe, además, señalar las condiciones para que este derecho se ejerza como expresión libre de la soberanía popular (principio básico de toda democracia), respondiendo al interés de una mayoría del pueblo afectado (sin manipulaciones) y en condiciones de conciencia y de paz social que sean proporcionadas a la importancia de la decisión a tomar (no es lo mismo pedir el cierre de una central nuclear que la separación de un territorio del estado español).

La autodeterminación sería entonces la expresión de una voluntad colectiva sólida y fundamentada, no de una veleidad pasajera. Pero, atención, hablamos de un derecho, no de una obligación. De nuevo, hemos de separar los cordeles que interesadamente ha liado la demagogia generalizada. Ni es necesario separarse de España para cultivar la propia identidad; ni el hecho de ganar en cotas de autonomía y de competencias políticas supone infaliblemente alcanzar más bienestar y desarrollo para los ciudadanos. Igualmente, la hipotética separación de un territorio no tiene que conducir necesariamente a una cadena de secesiones, a la tan temida desmembración del estado. ¿Por qué nos tendríamos que separar los demás, cuando lo hicieran Cataluña o el País Vasco? Ese temor es infantil y no corresponde al grado de madurez adquirido por nuestra actual sociedad, que -no lo olvidemos- es hija de una generación modélica, la que hace un cuarto de siglo llevó a cabo la transición democrática que admiró al mundo.

Otra cosa distinta –otro cordel a desligar- es la responsabilidad moral que está en juego en estos delicados asuntos. Una decisión puede ser legal, pero moral e históricamente desacertada (y pienso sinceramente que todo pujo separatista en la actual sociedad española lo sería). Es verdad que la configuración territorial del Estado fruto de la Constitución de 1978 no es un “dogma de fe”: no viene impuesta ni por leyes divinas ni por leyes históricas incontrovertibles. Todo es modificable, porque, en definitiva, la historia la hacemos los hombres día a día en el tiempo en que nos toca vivir. Pero esto no puede justificar la irresponsabilidad y la aventura. Resulta peligroso y dañino hacer experimentos al margen de la realidad y del bien común. Romper por las buenas un equilibrio interterritorial trabajosamente logrado (en lugar de profundizarlo y avanzar todos en la misma dirección), sembrar de prejuicios y de odios la convivencia española, regresar a particularismos insolidarios, darle la vuelta caprichosamente a la historia de España (en lugar de continuarla y conducirla con buen pulso hacia el futuro europeo)… no sólo es un error. En términos de moral clásica habría que decir que es un pecado y grave. Hay culpables sin pistolas, que dan argumentos y cobertura a quienes aprietan un gatillo. Esperemos que se acabe el embrollo y que, aclaradas las cosas, se vea quién es quién en esta hora de España. Falta nos hace.

(Publicado en “El Correo de Burgos” Viernes 7 Julio 2006)

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