Artículo escrito en la primavera de 2006.
Les conocí hace años. Marino y Encarna formaban una pareja simpática y bien compenetrada. Tristemente, los dos murieron sin tener tiempo para desarrollar todos sus proyectos, como suele suceder. Ella era una mujer de empuje e iniciativa. Su creatividad desbordante le llevaba a un continuo tejemaneje en su viejo caserón rural. Todos los años Encarna movía al menos un par de tabiques para ampliar, reformar o retocar alguna de las dependencias de su amplia vivienda. Era su manera de sentirse viva. Marino, castellano viejo, asistía impasible. Sabía de sobra lo inútil de cualquier oposición. Aquellas sucesivas reconversiones eran el precio necesario por haber unido su destino a esposa tan activa e ingeniosa. "Que todo pare en esto", parecía decirse resignado.
Pero un día Marino se plantó. Arqueó la ceja y sin alterar el pulso le atajó con firmeza: "¡Encarna, esa pared no se toca! ¿No ves que es un muro de carga?" Su santa, en su ímpetu reformista, estaba a punto de pisar la raya fatal. Pretendía mover una pared maestra del edificio, una pieza en la que descargaba una porción considerable de las fuerzas y del peso de la construcción. Desplazar ese muro era un experimento aventurado. ¿Qué podría pasarle a aquel vetusto y noble caserón? Si no se venía abajo, quedaría al menos resentido. Se producirían unas sobrecargas y unos desplazamientos peligrosos, que comprometerían el equilibrio del conjunto y debilitarían la estructura invisible de la vivienda. La casa -¡toda la casa!- ya no sería la misma. En adelante, no se sentirían seguros, ni ella, ni él, ni nadie. Además, -pensaba Marino- aquella operación, como de hecho todas las demás, ¡no era imprescindible! Se podía plantear de otra forma, o bien seguir viviendo tan ricamente sin acometerla.
La historia me viene al pelo para aplicarla a las convulsiones de nuestra sociedad, de nuestra “casa común”. Me refiero en particular a todo el tinglado que se ha montado a propósito de la regulación legal de las parejas homosexuales. Quienes la promueven, nos la quieren presentar como una buena solución a un problema real. La situación social de los homosexuales –se nos dice- va cambiando. Lentamente se superan prejuicios, se modifican de hecho los comportamientos morales, haciéndose más libres y tolerantes. Sólo falta que cambien las leyes con medidas igualitarias, que acaben de una vez con la discriminación hasta ahora imperante.
¿Razonable, no? Y bien, ¿cuál es el precio? Nada, algo tan simple como un cambio de tabique. Se ensancha el salón para que quepa más gente y que entre el que quiera. A nadie se le obliga a entrar…
Pero, entonces, se alzan voces discrepantes: algunos políticos, por cierto de signo diverso; algunos jueces e instancias judiciales; algunos psicólogos, terapeutas, educadores, profesores, juristas, catedráticos; varios periodistas y escritores; y, como era previsible, todos los obispos, y con ellos la mayoría de los cristianos, en cuanto ciudadanos libres y comprometidos que queremos ser… (¡Qué manía la de simplificar una vez más el asunto, como si se tratara tan solo de una “guerra” entre gobernantes y obispos!). Secillamente, no compartimos la inocencia e inocuidad de una tal medida. La advertencia es seria: ¡se están moviendo unas estructuras fundamentales de la sociedad civil!
En este caso, como en otros similares que no citaré aquí por ser breve, se necesita ante todo un debate social, no sólo parlamentario o de un comité de expertos. Un debate amplio y de hondo calado, que supere la frivolidad reinante. Varias son las cuestiones que se entremezclan. Están, ciertamente, la de orden moral y antropológica (¿cómo se valora la homosexualidad?); la cuestión cívica (la integración de los homosexuales en la sociedad); la de tipo semántico (¿vale o no el término “matrimonio” para denominar ambas uniones?); la cuestión jurídica (igualdad de todos ante las leyes)… Todas ellas son pertinentes y merecen ser respondidas. Bienvenidos sean cuantos medios educativos y legales ayuden a mejorar la situación de los homosexuales. En eso, creo percibir consenso. Pero detrás de todos estos requerimientos aparece una cuestión preocupante de identidad social (¿queremos que la unión estable de un hombre y una mujer, abierta a la procreación y constituyente de una unidad familiar, siga siendo la pieza clave configuradora de la sociedad?). Si nuestra respuesta es afirmativa, escuchemos de nuevo el sabio consejo de mi amigo Marino: ¡Esa pared ni tocarla, déjala tranquila! Remover, banalizar o desnaturalizar a una institución social ya consolidada como es el matrimonio y la familia, con el pretexto de que quepan todos, sería una irresponsabilidad suicida.
El debate sigue en la calle y es bueno que así sea. Pero mejor aún, si los unos y los otros, en lugar de atrincherarnos en nuestros prejuicios, nos percatamos solidariamente del envite. Como los personajes de mi historia: Encarna y Marino se necesitan mutuamente, son complementarios y acaban entendiéndose. No en vano habitan en la misma casa.
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