EDUCAR A UN CIUDADANO
Ser y sentirse simple “ciudadano” vuelve a estar de moda. La “ciudadanía” es un título revaluado, en alza; un concepto que hay que llenar a toda prisa de contenidos, de proyectos, de realidad. No basta con tener un DNI, que nos hace súbditos de la comunidad jurídica. El ciudadano se caracteriza ante todo por tener una voluntad de presencia y un sentimiento de pertenencia a la ciudad donde habita. Y habitar no sólo es tener un cobijo y un paisaje sino adquirir unos “hábitos”, unos modos de pensar, actuar y vivir que configuran la propia personalidad. La ciudadanía es más afectiva que legal. Del amor a una tierra y a quienes en ella cohabitan, que es un vínculo libremente adquirido, surgen los derechos y obligaciones del ciudadano. No se es ciudadano por real decreto sino por real afecto; no por nacimiento sino por elección.
Así entendida, la ciudadanía lleva a una participación creciente y voluntaria en las cosas públicas, en la vida de la “civitas” que entre todos configuramos. El lamentable espectáculo que, un día sí y otro también, ofrecen nuestros personajes públicos (políticos, jueces, periodistas, artistas…) no sólo produce hastío e inhibición. Afortunadamente algunos comienzan a reaccionar positivamente, en otra dirección. ¡Por encima de todo, somos ciudadanos, –lo piensan y lo dicen- y nuestra ciudadanía nadie nos la puede usurpar! Ni se enajena, ni se delega, ni se sustituye. Como votantes, podemos sentirnos frustrados, pero como ciudadanos nadie nos engaña. La ciudadanía no se traspasa con el voto periódico. Queremos, pues, ser “mayorcitos”, responsables de nuestros actos, ciudadanos protagonistas de la vida de nuestro país.
Pero entonces, ¿se puede “educar la ciudadanía”? (¿no es algo nativo y estrictamente particular?). En caso de que sí, ¿quién la educa y cómo? Son cuestiones delicadas, que difícilmente se pueden dilucidar en estas pocas líneas sin caer en maniqueísmos y simplificaciones. Partamos de un principio: todo se puede y se debe educar porque las personas somos seres sociales y en evolución. Pequeños o mayores, hemos de reciclarnos permanentemente. Por naturaleza, toda persona es un individuo en relación, en formación continua; y sólo una educación que tenga en cuenta su personalidad originaria y la globalidad de sus dimensiones constitutivas (religiosa, moral, corporal, intelectual, afectiva, familiar, lúdica, social…) será digna de tal nombre. La “ciudadanía” no tiene por qué ser diferente; es una expresión del ser social del hombre y esto no ha de quedar reducido a su sola espontaneidad. La “ciudadanía” es, pues, educable pero no de cualquier manera. Toda educación que no respete la dignidad irreductible de la persona humana y su libre determinación será una simple domesticación de comportamientos externos. No hará ciudadanos sino máquinas. En todo proceso educativo sano y bien planteado, los sujetos han de ser activos: Nos educamos todos a todos. Lo cual no quita que, con respecto a los niños y adolescentes (en edad de despertar y de crecer), tengamos los adultos una especial responsabilidad. ¿Cómo es ésta? Distingamos los distintos ámbitos educativos para tratar de ver claro.
En la familia tienen los padres o tutores una responsabilidad propia e inalienable, no sólo de criar y alimentar a su hijos sino de formar y orientar sus conciencias en conformidad con sus propios principios morales y religiosos. Con esta conciencia así formada, los niños y adolescentes se abren a la totalidad de la vida para situarse progresivamente en la ciudad con una personalidad definida y con la legítima ilusión de aportar a la colectividad algo noble e importante.
En la escuela, se modela también la conciencia moral de los alumnos, pero desde otras referencias y principios, los que provienen de la pertenencia -¡también primaria en su ámbito!- a la sociedad (ésta no se deriva de la familia, porque la sociedad no es un conjunto de familias sino otra instancia asimismo suprema y diferente de ella). Su horizonte es el bien común: todo lo que de él proviene y a él conduce. Y aquí radica, me parece, el nudo gordiano del actual debate sobre “la educación de la ciudadanía”. ¿Cuáles son las distintas competencias y responsabilidades en la configuración de la conciencia cívica de los niños y jóvenes? ¿Cuáles, las distintas perspectivas legítimas para definir el bien común?
Nadie en su sano juicio pretenderá que esta educación, con uno u otro formato, se elimine de la escuela, máxime en estos tiempos de despiste generalizado, que se disfraza de pluralismo, y de carencia de valores comunes que fundamenten una vida social en democracia y libertad. Si queremos una moral no de “mínimos” sino de “máximos”, no podemos privar a la sociedad de este instrumento educativo para proporcionar a todos los ciudadanos unas bases fundamentales de convivencia, unos puntos de referencia sólidos, que sean libremente asumidos por los futuros ciudadanos.
Ni la familia ni la escuela tienen la exclusividad de la educación, de la misma forma que la sociedad no anula al individuo sino que lo completa, y que la moral religiosa y filosófica, que nace en el santuario inviolable de la propia conciencia, no remplaza a la moral pública, basada en el bien común y en su expresión jurídica. Esto tiene que quedar bien claro si queremos salir del atolladero actual, de las posiciones prefijadas y tópicas, de las luchas estériles...
A los que hoy se encrespan a un lado y otro de la trinchera habría que recordarles los buenos ejemplos de nuestra historia reciente (no todo ha de ser negro y cavernícola). Muchos no habrán olvidado las enseñanzas de aquellos maestros o maestras de antaño sobre la honradez, el trabajo bien hecho, el respeto debido a los ancianos, a los deficientes y a los animales, el amor al pueblo, sus monumentos y sus cosas… ¿Aquello era moral pública o privada; beatería, endoctrinamiento o deber ineludible; era materia escolar o intromisión? ¿Acaso no se trataba de una forma de “educación para la ciudadanía” avant l’heure, indiscutible y benemérita? Pues bien, volvamos al buen sentido. ¿No podremos encontrar juntos unos modelos educativos actuales que ayuden a nuestros jóvenes a integrarse en la vida social y a que la puedan tomar positivamente en sus manos?
Para terminar, dos apéndices.
El primero, la condición ciudadana surge ante todo de la convivencia y de la ejemplaridad. La ciudadanía, o se hace amar en la escuela, o será una carga lectiva penosa, propicia para la burla o la picaresca. ¿Quién la enseñará? Sobre todo aquellos profesores capacitados que sean ciudadanos convencidos y ejemplares, y que sepan atraer la admiración y la emulación de los más jóvenes.
El segundo: ¿quién define el bien común? La sociedad entera con la tutela subsidiaria del Estado. Ni éste, ni sus representantes, ni sus funcionarios, ni los “sabios” designados por ellos tienen competencia para definir los principios morales e ideológicos que han de configurar la educación. Es un proceso de convergencia entre todos los actores sociales, buscando los puntos que unen y no los que separan; consensuando lo que sea básico, nuclear y positivo (la escuela no es lugar para la confrontación ideológica). Es decir, las referencias que queremos que tengan todos nuestros jóvenes, por el hecho de ser –ni más ni menos- futuros ciudadanos. En su día tomarán el relevo y les tocará decidir. Entonces asumirán posiciones más controvertidas, audaces y renovadoras.
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