LA
TAUROMAQUIA EN CRISIS
Análisis
y soluciones
Jesús-Andrés VICENTE
ja.vicente@terra.com
www.jesusandresvicente.blogspot.com
Que la afición a los toros está en horas bajas es un hecho. Datos son datos. Lo que puede variar es el diagnóstico; los análisis que traten de explicar esta crisis. Todos coincidimos en que se trata de un fenómeno complejo, duradero y creciente; con causas múltiples y un mismo resultado: el desprestigio social de “la fiesta”. En este breve ensayo pretendo ir a la raíz de la cuestión, analizando los presupuestos básicos de la misma.
De entrada, anuncio cuál es mi hipótesis de trabajo: la crisis de la tauromaquia es, ante todo, una crisis interna, inherente a ella misma, y no el fruto de una conjura exterior (antitaurinos, poderes públicos, antiespañolismo, desinterés de los medios…). Tampoco, de un cúmulo de incompetencias y de falta de escrúpulos de los propios actores del espectáculo, los así llamados “taurinos”. Todos estos factores negativos coadyuvan a la evidente decadencia de la afición a los toros, pero no son su raíz última. Muchos de ellos son, al mismo tiempo, causa y consecuencia de esta decrepitud.
¿Entonces, cómo enfocar el problema? Se trata, repito, de una crisis interna fruto de una crisis de civilización. Estamos en un vertiginoso cambio de época de alcance planetario que afecta a todos los órdenes de la vida personal y social. Y si ningún ámbito se libra de este “sunami”, cuánto más aquellos cuya esencia es la tradición y las costumbres atávicas. En este caso se encuentra la tauromaquia.
Paso de una cultural rural a una cultura urbana
La tauromaquia nace en el campo, en el contacto con la naturaleza despiadada y fascinante al mismo tiempo. Llega a las villas y villorrios sin romper el cordón umbilical con su procedencia natural. El toro de lidia es el símbolo supremo - el tótem mítico - del animal salvaje e irreductible, que conserva todas sus características primitivas: una fuerza retadora que sólo se puede vencer con inteligencia y heroísmo. El enfrentamiento con el toro salvaje se hace en el campo del valor, en el juego de la vida al precio de la muerte, del sacrificio cruento y sagrado oficiado por unos elegidos, “sacerdotes” de una liturgia sublime que escapa al común de los mortales. Por eso, la tauromaquia seduce, porque nace de las raíces más profundas de la condición humana desde los tiempos del Creador: “creced, multiplicaos y someted la tierra”…
Pero nuestra civilización, por razones de una evolución tecno-científica, ha tomado otros rumbos antropológicos. Hoy ya no vivimos en el campo, en contacto con la naturaleza, sino en las megápolis construidas por el ingenio humano. Los “valientes” actuales están en los despachos, en los consejos de administración, en los medios de comunicación. Su valor se mide en términos de eficacia y de utilidad. No arriesgan su vida sino su prestigio, su imagen pública, su “caché” económico, su cotización en el mercado, que es la nueva palestra de la lucha sagrada. Estos individuos ya no combaten contra las fuerzas cósmicas, no se miden con los seres más poderosos y temibles de la creación. Combaten entre sí y, desgraciadamente, con las armas de la astucia y la bajeza moral. Su victoria consiste en destruir y aniquilar al competidor, sin tener en cuenta los daños colaterales. La moral de los tecnócratas y dirigentes actuales es la más opuesta a la grandeza de la tauromaquia, aunque algunos de estos individuos se dejen ver en las corridas de “clavel”. (¿Qué hemos hecho para que las corridas de toros se identifiquen en el imaginario colectivo con la mal llamada “derechona”? ¿Cómo se puede entender el heroísmo del todo o nada desde posiciones de cálculo y mediocridad?). Comprendo que apasione el deporte de masas, donde el ciudadano medio y anónimo proyecta sus frustraciones en el triunfador superdotado. Pero existe una diferencia abismal: el deportista de élite no se juega la vida; al contrario es el exponente máximo de la ley del mercado en su versión más ramplona.
Un animalismo proteccionista e ingenuo
En consecuencia con el párrafo anterior, ha cambiado la percepción del mundo animal. Hoy los animales son considerados mal y a distancia, desubicados de su ecosistema. El urbanita conoce de primera mano al reducido mundo de los animales de compañía, cada vez más presente en sus hogares. A ellos dedica sus afectos y desvelos muchas veces exagerados. La regla de oro es que el animalito esté bien cuidado y no sufra. Nada tenemos en contra, por supuesto. La raya se traspasa cuando se proyectan en el animal sentimientos y valoraciones reservadas por la naturaleza al ser humano. Y, mucho peor, cuando estas experiencias propias de los animales de compañía se extienden al conjunto del reino animal. ¡Bastardo infantilismo, a lo Walt Disney, que dios confunda! ¡Los animales convertidos en personas; o bien, las personas rebajadas a animales! (No se pierdan en internet un sketch magistral del humorista belga Raymond Devos sobre su “petit chien”).
El resto de la fauna no es conocido en directo sino en diferido, a través de la pantalla artificial, en sus distintos formatos técnicos. Me refiero, sobre todo, a los documentales sobre el mundo animal, que nos dan a conocer a las diversas especies, pero con la debida distancia. La que consiguen las series televisivas de sobremesa con su didactismo adormidero. Por lo menos, el comandante Cousteau le daba un talante épico al relato y mi paisano Rodríguez de la Fuente no escondía el carácter ambiguo, combativo y trágico del comportamiento animal.
Pero el mayor vilipendio que nuestra civilización “protectora de los animales” inflinge a estos seres inferiores (sí, inferiores, no me escondo) se debe a un doble fenómeno. Negativo el primero: nuestra sociedad bien-pensante oculta sistemáticamente toda exhibición del ineludible sufrimiento animal que ella misma promueve, sobre todo en las especies comestibles necesarias para el sustento humano. Nuestros niños crecen ignorando que los simpáticos conejitos, aves de corral, inocentes corderos, opulentos puercos viven hacinados en recintos de engorde y mueren sacrificados y no de muerte natural. ¡Todo un ejercicio de hipocresía y de falsedad! Los niños pueden ver y contemplar plácidamente la exhibición de la crueldad y la violencia que ejercen los seres humanos contra sus semejantes, pero se les prohíbe asistir a la tradicional matanza del cerdo en el pueblo de sus mayores. Espectáculo duro, ciertamente, pero integrado en un contexto antropológico sano y aleccionador. La sociedad políticamente correcta ha decretado que los animales no sufren, ni combaten entre sí; que los depredadores son simples guardianes del equilibrio ecológico. Por lo que se ve, en este mundo sólo sufrimos las personas. ¡Mejor haber nacido bambi!
El segundo fenómeno es teóricamente positivo y socialmente valorado, pero, a mi parecer, más dañino aún que el anterior. Me refiero a la exhibición de las especies animales en los zoológicos. La puesta en escena a veces grandiosa y siempre costosísima de estos parques no puede hacernos olvidar -¡es lo que pretende!- que los animalitos allí recogidos han sido capturados violentamente, se les ha sacado de su hábitat natural privándolos de su “libertad” y del desarrollo de una existencia propia de su especie… ¿No es la mayor indignidad que se puede cometer con las especies salvajes, la de exhibirlas en la pasarela con todas las garantías de seguridad y de asepsia para sus complacientes y curiosos espectadores? ¡Qué humillación para el león de la sabana, el tigre de Bengala, los elefantes de la India… convertidos en numerito de feria!
Todo este excremento de nuestra civilización, eso sí, envuelto en papel de celofán, repugna a cuantos conocemos y amamos a la tauromaquia. No soy Francisco de Asís -¡qué más quisiera!- si bien admito que pueda haber un camino iniciático de comunión con el reino animal cuasi místico. Francisco se acercaría a un temible Miura, como lo hizo con el lobo de Gubbio, sin más armas que la fraternidad y la confianza en el Supremo Hacedor y el toro se le rendiría noblemente sin haberle clavado un rehilete. Sería admirable, el sumum del respeto y del buen trato con las fieras de la tierra. Pero, salvo esta forma sublime y altamente improbable, he de afirmar que la relación más digna y respetuosa con el animal salvaje que conozco es la de la tauromaquia.
En efecto, este arte es fruto de una convivencia diaria y total del ser humano con la cabaña animal. Pero cada cual en su lugar. El toro con su fiereza, su poderío, sus defensas naturales, sus leyes implacables y violentas de jerarquía en la manada. El hombre, con su inteligencia, su trabajo en equipo bien conjuntado, contando con la colaboración de los caballos, perros y bueyes perfectamente domados para el manejo del toro bravo. También, -¿por qué no?- con la ayuda de la técnica mecánica e informática; de la ciencia veterinaria, de la biología, la estadística y la genética… Todo ello integrado en una simbiosis armoniosa.
Las gentes de la dehesa brava, porque conocen y aman al toro, respetan y temen su fiereza y acometividad. Lo manejan con mimo sin violentarlo, jugando con las querencias a favor, conscientes de que no pueden hacerle frente ni dominarle cara a cara. ¡Eso vendrá después, otro día, más adelante… en una plaza de toros, en una fiesta de honor, donde unos humanos románticos desafiarán a la bestia a cuerpo limpio en un ritual de sacrificio supremo y verdadero!
El heroísmo desplazado
La naturaleza, con todo, siempre reaparece. La población urbana no la puede orillar. Sin ella, sin su contacto, la vida de la especie humana sobre este planeta resulta incompleta; más aún, incomprensible. Por eso, los habitantes de la ciudad volvemos tercamente al espacio natural con motivaciones novedosas (senderismo, ruta jacobea, turismo rural, deportes de riesgo y aventura…). Son contactos pasajeros que ocupan apenas un fin de semana o unos días de vacaciones y nos acercan a una naturaleza domesticada (de visita guiada) o retadora. Unos pocos retornan a la vida rural de forma más auténtica, tratando de recuperar viejas raíces o con planteamientos alternativos (agricultura ecológica, artesanía manufacturada, pequeñas comunidades de vida a escala humana, utilización de energías no convencionales…). Pero el pasado no vuelve con las fórmulas de antaño. Ya nunca más en la historia –salvo que ocurra un cataclismo planetario- se dará entre nosotros una economía de subsistencia, dependiente de la labranza, la ganadería y la caza primitivas. Y si no es por la tauromaquia, el toro de lidia ya se habría extinguido sin que un ecologismo de gabinete lo hubiera impedido.
Si miramos de cerca a la juventud, a las nuevas generaciones que vienen por detrás; si nos molestamos en conocer su mentalidad y sus costumbres sin prejuicios, hemos de confesar que el porvenir taurino es desolador. Hace tiempo que han desertado de esta fiesta que, para la mayoría, es incomprensible, aburrida, cuando no bárbara. Piensan los jóvenes que los taurófilos vivimos en otro mundo; que constituimos un residuo folclórico de un pasado de celuloide rancio. Lo poco que conocen o valoran de la fiesta y sus protagonistas se debe a motivos extrataurinos (lo cual resulta más descorazonador). Quizás el único vínculo que, hoy por hoy, aún les une con los toros de forma masiva sean las fiestas populares, con todo su cortejo de peñas y fanfarrias. Habría, no obstante, que analizar caso por caso, para ver si éstas sean para los jóvenes una escuela de posible afición taurina o el acta de defunción de un espectáculo sin sentido.
Para que enganche la afición, la tauromaquia tiene que encontrar un hueco en el espíritu del joven, allí donde anidan las ilusiones, el heroísmo, la ambición, la vibración estética y simbólica, el sacrificio por una noble causa; la vocación humana, en definitiva, en su sentido más pleno. Esa profundidad misteriosa e insaciable, que los espectáculos de consumo no pueden satisfacer. Pero la mayoría de los jóvenes de los países más avanzados, aquellos que marcan las pautas culturales de nuestra humanidad globalizada, tienen ese “hueco” taponado. Lo ocupa una oferta de ocio inmensamente variada y, a primera vista, más atractiva. Además, por si ello no bastara, las nuevas tecnologías que ellos utilizan a profusión, crean y recrean una realidad virtual, una segunda naturaleza artificial, interactiva y manipulable al gusto del consumidor, un entorno sin riesgos, más dócil y placentero que la áspera realidad. Véase si no el mundo de los video-juegos.
Por otra parte, los nuevos héroes de la juventud se encuentran en los circuitos del motor y no en un coso taurino. Como todos los héroes auténticos, los pilotos también se juegan la vida luchando ante todo contra sí mismos, van al límite de su humanidad explorando sus posibilidades más recónditas, con el noble afán de ser los mejores. Así maduran como personas y son elevados a los altares de la santidad laica (recordemos la muerte del joven Simoncelli). Solamente que ahora la fuerza a dominar ya no es la de un noble bruto, el envite indómito de la naturaleza, sino la fuerza salvaje de un ingenio mecánico, bella montura de victoria o de tragedia. Todo, como se ve, muy conforme con los logros de nuestra civilización, que adora a las máquinas, esos nuevos ídolos que fascinan por su versatilidad y poderío. Éstos son los nuevos tótem de la juventud actual. El heroísmo subsiste como necesidad antropológica, pero el escenario se ha desplazado. Sólo el día en que los jóvenes hallen en el toro lo que encuentran en los bólidos, las motos y sus pilotos, redescubrirán la tauromaquia y volverán poco a poco a las gradas. ¡Aún queda cemento vacío para rato!
Mientras tanto…
¡En todo caso, hay que actuar arriesgando e innovando; se ha de tomar la iniciativa, conscientes de la gravedad del problema! Si nos limitamos a esperar a que escampe, la fiesta de los toros tiene los años contados. Desde luego que es más fácil analizar la situación y reflexionar sobre sus causas “a toro pasado” que pronosticar el futuro y las posibles soluciones. Me limitaré a dejar algunas orientaciones prácticas que me parecen ser coherentes con el análisis hasta aquí expuesto.
1. Plantar cara al antitaurinismo de manera inteligente
¿Qué sería lo no-inteligente, dada la mentalidad actual? Vayan estas líneas:
- Atrincherarnos en posiciones de consumo interno, que sólo valen para los de casa: repetir, por ejemplo, que la tauromaquia no puede morir y otros voluntarismos por el estilo. No están los tiempos para pedir la fe en unas verdades eternas e indemostrables.
- Ridiculizar a los adversarios “antitaurinos” minimizando su poderío o prestándoles turbias intenciones, ignorando estúpidamente que juegan a favor de corriente y que una parte notable y creciente de la opinión pública está con ellos.
- Defender a la tauromaquia con argumentos manidos y archiconocidos, muchos de los cuales no convencen a una mente racionalmente bien dotada (Ejemplos: “hay otras prácticas más crueles con los animales en otros países y nadie se mete con ellas”; “el toro no sufre durante la lidia, eso lo pensamos los seres humanos”; “criamos al toro de lidia para proteger la dehesa”; “que nos dejen en paz a los que libremente queremos asistir a las corridas de toros, ya somos mayorcitos para saber lo que tenemos que hacer y no perjudicamos a nadie”…).
- Apoyar la afirmación de que la tauromaquia es cultura en manifestaciones literarias y artísticas antiguas, repitiendo los cuatro nombres de la baraja habitual: Goya, Picasso, Lorca y Ortega y Gasset… Estas razones se vuelven en nuestra contra y refuerzan a quienes están persuadidos de que, si es cultura, se trata de una “cultura” arcaica y superable.
¿Entonces, qué sería lo inteligente? (Cuando hablo de “inteligente”, no pienso en la eficacia de estas razones para “convencer” a los contrarios -¡ojalá!- sino en la capacidad de estar a la altura intelectual y moral en la que ellos pretendidamente se sitúan).
- Apoyar y fomentar un ecologismo integral, en el que se reconozca que las especies animales salvajes tienen una relación única y genuina con la especie humana. Una relación no utilitarista, ni decorativa sino “existencial” (hablando en términos de antropología filosófica). Suprimir estas especies o destinarlas a piezas de museo, constituiría un pecado ecológico de gravedad. La relación de los humanos con las bestias se envilecería aún más. Lejos de “proteger a los animales” con cuidados y leyes bienintencionadas, se termina consiguiendo el efecto contrario. Lo peor que le puede pasar al reino animal es que se le pierda el respeto y la admiración, que se le deje de temer y se le banalice. ¡Ésa es la verdadera dignidad que habría que defender y de la que tanto y tan mal se habla!
- Divulgar el conocimiento del toro bravo en el campo, su hábitat natural. Ya hay iniciativas muy valiosas en los medios de comunicación, a las que se añaden otras aparentemente bien orientadas (visitas a las dehesas de fin de semana o vacaciones conviviendo con el toro bravo y sus cuidadores, participación en faenas de tienta, aficionados prácticos…). Cuando escribo “bien orientadas”, me olvido de las cachupinadas y banquetes gastronómicos camperos, del señoritismo elitista con ocasión del toro bravo, falseando así la finalidad de la visita a la dehesa. Lo que aquí se pretende es justamente lo contrario: divulgar la autenticidad de la crianza de una fiera única en su género, de un animal de combate, sin esos edulcorantes y eufemismos que tratan de evitar todo cuanto “pueda herir la sensibilidad del espectador”. Y, sobre todo, la comunicación directa y prolongada con los hombres y mujeres del campo bravo (ganaderos, mayorales, vaqueros, veterinarios…). El testimonio de su vida cerrada y dura es el mejor semillero de afición, pues sus motivaciones son vocacionales. No transmiten sólo unos conocimientos o unas prácticas profesionales sino una pasión. Para volver a prestigiar la fiesta y reimplantar la afición taurina en las nuevas generaciones, ¿no habría que empezar por el campo bravo antes de asistir a un espectáculo tantas veces prefabricado, mediocre y sin interés alguno? ¿Sería impensable llevar a los alumnos de los colegios a pasar unas jornadas en una ganadería dentro del cómputo de actividades formativas extraescolares? Desde luego, produciría en los pequeños un impacto mucho más hondo y motivador que el folclore del toreo de salón con las figuras famosas de turno en la plaza mayor de la ciudad o del pueblo. Esas ideas de “jugar al toro” me suenan a buenismo bienintencionado, pero mucho me temo que sean inútiles. Al final, sólo sirven para la foto. ¡No prenderá la afición en los niños – la mejor edad - sin transmitirles pasión, riesgo, aventura y admiración por el toro bravo!
- Valorar, desde unos presupuestos filosóficos y morales actualizados, la gesta del torero ante el toro. Este último no es una víctima vil de la prepotencia ególatra del hombre sino un noble colaborador en un evento de alta nota artística y espiritual. Escribo “espiritual” para referirme a la esencia más honda del combate taurino. Las dificultades y amenazas que presenta el animal –imprevisibles y cambiantes a lo largo de la lidia- se ciernen sobre un ser humano solitario y desamparado, sin otros recursos que la inteligencia y el valor que mueven los leves engaños que maneja. Se encuentra, pues, en una situación límite donde el sujeto experimenta al mismo tiempo su fragilidad de criatura y sus capacidades ocultas de índole cuasi “sobrenatural”. En ese instante mágico, ¡qué bien le cuadra al matador el conocido pensamiento de Blas Pascal, según el cual "el hombre supera infinitamente al hombre"! ¡Hemos de rescatar de la vulgaridad y de la bazofia a este ser superior, intensamente humano, que es el torero! No es un embrutecido maltratador de animales indefensos ni tampoco un personaje superficial del papel couché. El respeto al toro y al torero van de la mano.
2. Renovar desde dentro las estructuras y los modos de funcionar de la Fiesta
Llegamos al punto crucial, el del espectáculo taurino y su entorno. Es verdad que no existe un solo modelo de corridas de toros o novillos; que el abanico es amplio. Pero, como fenómeno global, está desfasado y ha de encontrar nuevos cauces de expresión, si queremos no que vuelvan esplendores pasados, sino que encuentre un lugar prestigioso –grande o pequeño, ya se verá- entre la producción cultural y lúdica de nuestra sociedad. Que la tauromaquia sea un ámbito y un conjunto de espectáculos de los que la gran mayoría de un país –aficionados o no a la corrida- se pueda sentir orgullosa. Son muchas las sugerencias que, a este propósito, me vienen a la cabeza y trataré de exponerlas sucinta y ordenadamente.
- En primer lugar, pediría calma. Los cambios profundos no se hacen en un día y nadie tiene la varita mágica de la solución. Taurinos y aficionados hemos de buscar juntos con humildad y lucidez. No nos engañemos: la caída numérica del espectáculo va a continuar, aunque mejore la situación económica del país. Vamos hacia un espectáculo minoritario. Busquemos antes la calidad que la cantidad, afrontando con realismo la reducción de camadas, la reducción de honorarios y de cánones de contratación. Aprovechemos la necesaria poda de la viña para que mejore el vino. Nuestros catadores taurinos ya no tragan el peleón. Pasaremos tiempos difíciles, pero podremos crear afición, que es de lo que se trata.
- Está ya dicho y redicho, la fiesta necesita una urgente inyección de “emoción” y ésta la pone el toro bravo con su integridad física y con su agresividad psicológica. El toro “a modo”, el toro “artista”, el toro “noble pero…” no tienen porvenir, pese a quien pese. La acometividad no está reñida con la nobleza, pero es lo primero. De manera análoga a como el dominio del toro bravo por parte de su matador es compatible con la expresión artística y la belleza formal que arrebata a las públicos. Al toro se le hace frente con valor y técnica y, además de eso, quien esté tocado por los dioses que se entregue a su inspiración. Lo que no vale es la corrida-montaje que discurre por derroteros previsibles y con lidias clónicas y aburridas. Espectáculos que sólo se salvan por la camaradería y la merienda, sin ningún interés por lo que ocurre en el ruedo. Pura inercia de una tradición sin alicientes. El novato que picó una vez, no repetirá.
- La relación entre el público festero y los aficionados no ha de ser de oposición. Ambos tienen su razón de ser y han de poder encontrar el espectáculo que buscan. Los espectadores ocasionales de feria no son los indocumentados a los que se les puede engañar con cuatro gestos populistas y unos materiales de deshecho. Saben apreciar el riesgo del toro y los alardes de valor de los ejecutantes de las distintas suertes y, a veces, sorprenden por su paladar para gustar manjares más refinados (así ocurre en los sanfermines de Pamplona). Pero, una cosa es evidente: aunque los verdaderos conocedores de la tauromaquia y los aficionados cultivados en este arte sean minoritarios, son ellos los que marcan tendencias y criterios para el futuro de la fiesta. ¡Desgraciado y obtuso el taurinismo que los desprecie y los margine! Como argumento a favor, tenemos el fenómeno admirable de la tauromaquia en Francia en los últimos lustros. En un ambiente culturalmente más ajeno y hostil que el español, la afición francesa está consiguiendo no sólo mantener (que no es poco) sino asentar y prestigiar a la tauromaquia. Allí se aúnan el sentimiento y la cabeza; la pasión y la razón; la profesionalidad y la inventiva. Y muy poco de esa golfería indolente, disfrazada de casticismo, propia del mundillo taurino español. “Juncal” ya pasó de moda.
- No conozco por dentro el mundo de las Escuelas taurinas, pero es evidente que son una experiencia consolidada y muy interesante. Las Escuelas, en principio, reúnen todas las características para seguir labrando el futuro de la fiesta, pues tocan las teclas principales (unos jóvenes de nuestro tiempo, mordidos por la afición al toro, que siguen una formación integral en contacto con el campo bravo y guiados por personas muy cualificadas del mundo taurino). Merecen, por lo tanto, todo el apoyo.
- Finalmente, para que el combate taurino sea defendible ante la sensibilidad actual tiene que haber juego limpio. El enfrentamiento del hombre y la bestia es asimétrico y peculiar. En principio, el toro se defiende ante un agresor que osa invadir su territorio y acercarse a él sin ser de su especie bovina; y lo hace embistiendo con sus astas por delante. Poco a poco, hipnotizado por los engaños que ferozmente persigue, se va sintiendo ganado por un juego que desconoce. Sin saberlo ni pretenderlo, al perseguir el lienzo rojo está dando rienda suelta a su acometividad, a su “bravura” (que es su fuerza y su grandeza) y, al mismo tiempo, está colaborando con la obra de arte que construye su admirado burlador. La naturaleza le ha criado para ser el número uno, el que mande en la manada para imponer su ley frente a sus congéneres. Pero la dura experiencia le ha enseñado que esa primacía raramente se logra. Si lucha contra otro más fuerte que él y éste le vence, el bovino ha de someterse al dominador y seguirle obediente. Su agresividad se convierte, entonces, en gregarismo. Esto es lo que ocurre en los veinte minutos de la lidia. La obra de arte no consiste en una vistosidad artificial, en “ponerse bonito” (¡nada más lejos!), sino en domar grácilmente a la fiera en un tiempo récord, para que pase de ser un rudo agresor a un compañero rendido ante aquel que es más fuerte no por su violencia superior sino por el magnetismo del temple de las telas. El toro deviene así un colaborador convencido, sumiso y fiel del hombre. El sacrificio del toro en el ruedo no se entiende como un acto de victoria cruel y vengativa por parte del rival (en esto se aleja de la ley fatídica de la manada). Al contrario, el toro de lidia ha sido enaltecido y sublimado por la acción del hombre. Su muerte es un sacrificio pagano, en el que el humano y el animal, mutuamente consagrados, elevan una ofrenda en honor del destino. Pues bien, para que este ritual se cumpla en toda su grandiosidad es necesario que haya ecuación y respeto mutuo: el toro ha de poder contar con la integridad de sus defensas y de sus fuerzas físicas y mentales; el torero, al contrario, sin ninguna otra ventaja que la de sus capacidades superiores y unos leves instrumentos de engaño no punitivos. Se ha de evitar, por lo tanto, todo lo que suponga prepotencia, ensañamiento, crueldad gratuita… (Revísense, pues, los reglamentos de cada espectáculo, sin complejos. Sométanse a debate no sólo fiestas tan dudosas como el “Toro de la Vega”, que año tras año nos trae la consabida lluvia de desprestigio para la tauromaquia, sino también el rejoneo a caballo, al menos en su actual formato).
Pacientes lectores, estas propuestas son indicativas y abiertas. Ofrecen un espacio de autocrítica porque quieren asegurar un futuro a la fiesta de toros. Espero que se haya entendido su sentido. Ahora exijo valentía. No todo el coraje se tiene que ejercer en el ruedo y frente al toro; también en los medios de comunicación, en los despachos y los hemiciclos. En la lidia frente a una opinión pública, a la que hemos de reconquistar “toreramente”.