FIDELIDAD Y LIBERTAD. INTERROGANTES DE UNA IGLESIA ABIERTA AL ESPÍRITU


FIDELIDAD Y LIBERTAD
INTERROGANTES DE UNA IGLESIA ABIERTA AL ESPÍRITU
Jesús-Andrés VICENTE
“Pliego” publicado en VIDA NUEVA 28 Mayo 2010
La expresión “aggiornamento” referida a la Iglesia se remonta al Beato Juan XXIII, el Papa bueno. En ella sintetizó la finalidad global del Concilio Vaticano II, que se disponía a convocar. Su alcance iba mucho más allá de un simple lavado de cara de la Iglesia o de un abrirse a los aires del momento. Tenía una finalidad espiritual (renovación interior, vuelta a las fuentes del Evangelio…), teológica (profundizar y ensanchar el misterio de la Iglesia para acoger en su seno a los hermanos separados y, en definitiva, a todos los hombres), litúrgica (abrir el misterio de la fe a una celebración fructuosa, comprensible y participada, sin adherencias bastardas), pastoral (discernir los signos de los tiempos como índice del designio divino para el mundo actual).
Para realizar una empresa de tal envergadura, la Iglesia entera – no sólo los obispos congregados en Roma - tenía que ponerse en camino con un estilo sinodal. Es decir, con libertad y fidelidad para acoger las mociones del Espíritu sin cortapisas; con apertura al futuro y coherencia respecto al pasado de la Tradición católica.
Los frutos del Vaticano II superaron ampliamente las previsiones del Papa convocante, al que el Señor llamaría pronto a su seno, las de su digno sucesor Pablo VI, las de los propios padres conciliares y las del entero Pueblo de Dios, que acompañaba gozoso y expectante el desenlace de la obra ecuménica.
El Concilio nos había embarcado a todos en una tarea de largo aliento, con contenido y proyección para, al menos, un siglo. No sólo la segunda mitad del S. XX, sino previsiblemente la primera mitad del S. XXI.
Esta somera introducción nos permite formular ya una serie de interrogantes, referidos principalmente a las iglesias occidentales y, más en concreto, a la española.
- Después de unas primeras décadas de aplicación conciliar con consecuencias visibles e incluso espectaculares… ¿no nos quedamos en la espuma, en la superficie formal, en el juego siempre peligroso de fobias y filias, de “pres” y “pos”, de partidarios y detractores? El Concilio se había convertido así en un signo de contradicción; justamente lo contrario que pretendió.
- Para obviar estos problemas reales acarreados por una práctica de los decretos conciliares apresurada y de primera mano… ¿no se recurrió luego al freno, cuando no a la marcha atrás? (Siguiendo el símil automovilístico, si se hubiera engranado una velocidad corta - ¡pero hacia delante! - se habría seguido avanzando con seguridad y potencia, salvando los inevitables obstáculos de toda obra humano-divina).
- Finalmente, y mirando al presente, ¿estamos siendo fieles a lo que la propia Iglesia se propuso en el Vaticano II: acoger los signos de los tiempos y sus desafíos cambiantes, tratando de responderles desde la novedad permanente del Evangelio?
En este sentido, el Concilio ha de ser visto como una tarea pendiente, como un modo de ser y vivir la Iglesia de Jesucristo en medio de un mundo definitivamente moderno. Creemos tener motivos para pensar que nuestra Iglesia tiene de nuevo que “ponerse al día” y salir al encuentro de una sociedad sustancialmente diferente de aquella que ocupó la segunda mitad del siglo pasado.
- Al hombre salido de las guerras mundiales, angustiado y cuestionado por el sentido de la existencia, le ha sucedido el individuo hedonista y cerrado en su presente, que renuncia a hacerse preguntas incómodas.
- La pasión por la justicia, sustentada en ideologías marxistas y en utopías revolucionarias, se ha diluido en distintos reformismos feministas, culturales o medioambientales, que nos remiten a unas solidaridades parciales y fragmentarias.
El paradigma “libertad-igualdad-fraternidad”, que sintetizaba el nuevo credo de la humanidad surgida de la Revolución francesa, articulaba un ideario moral y social de origen cristiano, pero desvinculado de toda dogmática trascendente. Ésta fue sustituida progresivamente por el positivismo filosófico, científico y jurídico. La Iglesia, ya dividida y desgarrada internamente por la Reforma, no estaba preparada para el envite de la modernidad.
Con la llegada de la revolución industrial, es el ideal de la “igualdad” el que se erige en bandera movilizadora de los cambios sociales. La vieja cristiandad, que, desde Europa, había alumbrado y aglutinado medio mundo, acelera su desmoronamiento interno. A los ojos de las masas obreras la Iglesia aparece vinculada al antiguo régimen, a los poderosos del dinero, de la propiedad y del ejército. De aquí surge una primera y dolorosa deserción que comienza a vaciar los templos y – lo que es peor - a enajenar las voluntades y a encender los odios y rencores (sentimientos profundos, difíciles de curar, y que se transmiten de generación en generación).
Ya mediado el siglo XX, los movimientos revolucionarios cambian de bandera. En el Mayo francés del 68 la “igualdad” (por lo demás, siempre pendiente) es remplazada por la “libertad”. Su puesta en escena insultante y provocadora no debe confundirnos. Los imperativos filosóficos de emancipación habían bajado a la calle. Esta vez, eran los estudiantes, los jóvenes libertarios, quienes protagonizaban el evento. Las masas obreras habían ido perdiendo la delantera e integrándose en los sistemas de producción, en la sociedad del bienestar.
Ya sin moldes ideológicos, ni disciplinas políticas, ni credos religiosos, el espíritu de autoafirmación absoluta irá conquistando a los individuos, a las mentalidades (no sólo las autodenominadas progresistas), impregnando a las sociedades con la ayuda de la publicidad, los medios y las tecnologías de la comunicación. En consecuencia, la “societas christiana” fue desapareciendo como tal. La Iglesia fue dejando de ser la referencia cultural y moral aglutinante de un cuerpo social ya desvertebrado, sólo unido para empresas parciales y de bajo perfil. A la deserción masiva de los obreros se alió la de los intelectuales y los jóvenes… ¿Qué le había quedado a nuestra Iglesia europea? Una “clientela” residual. Por muchos motivos ejemplar y benemérita, sí; pero residual. Sociológicamente poco significativa (o, peor aún, considerada como un fenómeno folclórico y obsoleto, fácilmente ridiculizable). En todo caso, destinada a pasar sin dejar relevo.
Un diagnóstico radical
La modernidad ha traído consigo, entre otras cosas, el secularismo religioso. La indiferencia y la permisividad no son forzosamente anticlericales. Su alcance es mucho más radical: las religiones organizadas son vistas como opuestas a la libertad individual y social y, desde ese supuesto, son peligrosas y destinadas a ser superadas. Las motivaciones espirituales y las energías que antaño canalizaban las religiones se han sustituido por alternativas diversas y ajenas al universo cristiano. Ya no son deudoras del Evangelio, como lo eran los viejos ideales revolucionarios. Son otra cosa. Alternativas plurales, dispares y, a veces, contrarias entre sí, que no responden a un modelo global. Sólo tienen una cosa en común: la afirmación de la libertad individual.
El largo proceso de descristianización sigue hoy su curso para llegar hasta las últimas consecuencias. No ha sido fruto de un día, ni de una mala racha, sino de una lógica implacable. En cierto sentido, la Iglesia del Concilio Vaticano II pretendió salirle al paso con un espíritu de sincera autoconversión evangélica, de revisión de sus responsabilidades históricas y con un diálogo positivo y abierto – no exento de crítica – con los nuevos interlocutores sociales. En los años inmediatamente posteriores a la celebración conciliar se pensó – sin duda ingenuamente - que ello bastaría para invertir la tendencia. Si la Iglesia se ponía al paso de los tiempos, éstos se pondrían al paso de la Iglesia. Y que, por lo tanto, la Iglesia católica volvería a ser la patria espiritual de Occidente. Pero no fue así. Los resultados defraudaron las expectativas. ¿Por culpa del Concilio o de su concreta puesta en práctica, como frecuentemente se piensa (aunque no siempre se diga)? De ninguna manera. Varios y competentes historiadores han demostrado que el Concilio contribuyó a ralentizar un proceso decadente que, sin esta iniciativa del Espíritu – no lo olvidemos -, hubiera sido más rápido y, lo que es peor, con unas consecuencias nefastas para una Iglesia desprovista de instrumentos teológicos y de análisis histórico para poder entenderlo y asumirlo.
Digámoslo claro y breve. La Iglesia actual está pagando aún los réditos de la cristiandad. Una deuda histórica que no ha prescrito. Sobre todo en el delicado terreno de la libertad humana. Su pasado constantiniano de alianza con el poder, para ponerlo al servicio de la extensión de la fe cristiana, pudo explicarse en unas circunstancias históricas belicosas y turbulentas. Su apego al dinero y su afición a acumular propiedades - incluso la vida lujosa y mundana de algunos de sus dirigentes - se compensaban largamente con las múltiples iniciativas de caridad y con los ejemplos heróicos de tantos santos y congregaciones que han vivido las bienaventuranzas evangélicas. Todo ello no ha faltado felizmente en la historia de la Iglesia y ha dejado su huella en nuestra cultura y nuestra moral colectivas. Pero en el campo de la libertad, que – repitámoslo - es el dominante en nuestro tiempo, el déficit de la Iglesia es patente.
La libertad religiosa (que presupone la libertad de conciencia), promovida por el Concilio, fue sin duda uno de los puntos más novedosos – y, por ende, más conflictivos - de toda la práctica conciliar. Le sorprendió a la Iglesia, sobre todo a la española, con el pie cambiado. Hasta el punto de que una libertad religiosa, valorada positivamente, promovida como un bien humano y evangélico; una libertad considerada como un eje vertebrador de la acción pastoral de la Iglesia e inspiradora de su inserción en la sociedad secular… está aun por estrenar. Su lugar lo ocupa una tolerancia resignada, o bien la nostalgia idealizada de un cristianismo más compacto e influyente en la sociedad.
A veces, nuestra Iglesia mantiene un comportamiento medroso, achacando a la libertad, caricaturizada de libertinaje, la culpa de todos los males propios y ajenos. Diríase que aún sueña con aquella interpretación retorcida del “compelle intrare” (“Obligadlos a entrar”) de la parábola lucana (Lc 14,23), que justificaba las conversiones masivas, forzadas e impersonales de la cristiandad medieval y de las conquistas coloniales.
Cuando casi todo se ha perdido
En las últimas décadas y en ocasiones diversas la Iglesia, a través de sus representantes más cualificados, ha pedido perdón por sus pecados históricos. Es un ejercicio de sincera humildad (independientemente de cómo sea percibido por la opinión pública y por algunos de sus mismos fieles) que la honra y que, al mismo tiempo, manifiesta su peculiaridad frente a otras instancias sociales incapaces de toda autorevisión crítica.
Pero aún no se ha dado una conversión convencida a la gozosa libertad de la fe. Formalmente se admite - ¡cómo no! - la gratuidad de los dones divinos y la oferta no coactiva de las creencias. Pero en el fondo la libertad no es el principio rector ¡No estamos convencidos de su grandeza! Nos da miedo la libertad y, por lo tanto, no nos atrevemos a sacar todas las consecuencias que ella implica en cuanto a las relaciones internas y externas, personales y sociales de la Iglesia.
No hemos de escandalizarnos porque tengamos esta “asignatura pendiente”. La conversión no sólo es una cuestión individual e íntima. Tiene también un alcance societario y sigue un calendario gradual condicionado por la historia. Así ha sido en el pasado. La providencia divina se sirvió, por ejemplo, de los movimientos revolucionarios y de arbitrarias leyes civiles para despojar a la Iglesia de sus bienes abusivos y supérfluos, facilitando de esta manera - ¡a su pesar! - su conversión al Evangelio.
¿No seguirá la providencia en nuestros tiempos esta misma paradoja – la del libro de Jonás - , para llamarnos a la conversión hacia la libertad de los hijos de Dios?
Mirando a nuestro país, al ir cesando la presión social a favor de la Iglesia visible, ¿qué es lo que aparece?, ¿qué es lo que queda? El panorama desolador que advertimos ¿es sólo consecuencias de las presiones contrarias, de la fuerzas enemigas? ¿No estamos atravesando, mal que bien, la prueba de la realidad, la que pone a cada cuál en su sitio? Y, si es así, ¿los resultados son forzosamente malos, o bien tienen un valor revelador y terapéutico? Según respondamos a estas cuestiones, así será nuestra orientación práctica.
Cabe seguir a la defensiva, peleando cada desafuero, invocando las razones históricas y jurídicas que puedan asistirle a la Iglesia. Y continuar así transmitiendo la impresión de que, faltos de algo interesante y novedoso que ofrecer, nos limitamos a conservar las posiciones que nos puedan asegurar la subsistencia a corto plazo.
Cabe también atrincherarnos en una identidad cristiana y eclesial de aristas duras y cortantes, so pretexto de fidelidad a la tradición católica y a la esencia innegociable de la ortodoxia. Es ésta una actitud sumamente peligrosa. En el fondo acechan la rigidez fundamentalista y la prepotencia. (La Iglesia no tendría nada que cuestionarse, cuando es la sociedad la que está errada. Nuestros contemporáneos aquí nos tendrán siempre, con actitud de misericordia… Pero, ¡que vengan ellos!).
Cabe seguir empecinados en la vuelta a un pasado más sólido y triunfal, obsesionados por el talismán de ciertas fórmulas ya experimentadas, cuya eficacia real no está exenta de ambigüedad (y de efectos perversos…), que, en todo caso, impiden alumbrar el verdadero futuro.
Cuando en casi todos los tableros vamos perdiendo la partida (la juventud, los intelectuales, las barriadas urbanas, las vocaciones, el aprecio popular, la moral sexual y familiar, la petición de los sacramentos, la asistencia y la motivación en la catequesis infantil y adolescente, en los colegios religiosos, en las universidades católicas…), sólo cabe aceptar la evidencia. Estamos en el desierto, donde no hay atajos y sí espejismos; donde no hay pistas trazadas ni plazos medidos... Es el momento de preguntarnos en la pura desnudez: ¿Qué quieres de nosotros, Señor? Y escuchar antes de hablar.
El alegato de Jeremías (Jer 29,1-32)
Las grandes carencias históricas reclaman conversiones históricas. Estamos en el destierro, a donde nos ha conducido un cristianismo sociológico y cómodo, con poco arraigo en la libre decisión personal. A fuerza de acostumbrarnos al paisaje cristiano, nos hemos salido de la ruta y nos encontramos como extraños y alejados de nosotros mismos. Ya no tenemos referencias válidas. El pasado no sirve y el futuro es incierto. Creyendo estar aún en Jerusalén… ¡nos encontramos en Babilonia!
Salvadas las distancias, nos pueden servir el diagnóstico y las indicaciones prácticas que el bueno de Jeremías daba al pueblo del exilio. Los falsos profetas se contentaban con minimizar la gravedad de la situación y con acortar los plazos del destierro babilónico. A la Babilonia criminal y corrompida había que combatirla desde el disenso, para forzar cuanto antes su rendición y volver libres a la tierra de antaño. Pero éstos no eran los caminos diseñados por Dios. Jeremías sale al paso anunciando un periodo prolongado y, sobre todo, sin control posible. No lo presenta sólo como un castigo divino sino como una oferta de gracia. Al pueblo, definitivamente alejado de su tierra, de sus apoyos y tradiciones seculares, de su culto y sacerdotes, sin poder ni seguridades humanas… ¡ya sólo le queda el Señor y su palabra que todo lo llena! (Cfr. Dan 3,26-41). Han de aprender a escuchar a Dios en tierra extranjera (Sal 137). No basta con cambiar de tácticas: han de mudar el corazón. Y, para ello, hace falta tiempo… El tiempo de Dios, que no coincide con el de las expectativas de los hombres. De ahí, el sorprendente consejo de Jeremías a los desterrados en Babilonia: "La cosa va para largo. Edificad casas y habitadlas; plantad huertos y comed su fruto" (Jer 29,29).
¿No nos invita hoy el Señor a habitar en la sociedad secular en régimen de igualdad con nuestros conciudadanos, sirviendo humildemente a su desarrollo y su futuro, sin traicionar nuestros principios? Hemos de aprender a buscar como discípulos los caminos de Dios en la nueva situación, pendientes tan solo de su Palabra leída, meditada y celebrada en su Iglesia; a ser cristianos en “Babilonia” – en la diáspora y la gentilidad - cuando hasta ahora sólo lo hemos sido en “Jerusalén”.
La Iglesia de los Hechos de los Apóstoles
Los discípulos del Crucificado, ungidos en Pentecostés con la fuerza del Espíritu, son conscientes de que han de seguir los mismos caminos del Siervo Jesús en la audacia y la mansedumbre. No tienen oro ni plata, pero en nombre de Jesucristo resucitado ofrecen lo que poseen a cuantos se acercan a ellos tendiéndoles la mano. Su poder y su palabra no son los suyos propios sino los de Otro, que habita en ellos y que por medio suyo sigue realizando sus planes. Pedro y Juan y los demás apóstoles no enseñan teorías. Pablo no busca la elocuencia ni la sabiduría de este mundo: transmiten el Nombre de Cristo (su persona viva) y su poder salvador. ¡Son sus testigos, no sus propagandistas! (Hch 1,8).
Los apóstoles predican el hecho de la injusta muerte de Jesús no para repartir culpas sino para subrayar la realidad insólita y gratificante para todos de su Resurrección de entre los muertos. No fustigan a los gentiles por sus errores y perversiones (¡sin Cristo, son insalvables!). No buscan la revancha ni sueñan con el pasado (aunque fuera con la piadosa intención de reivindicar la memoria del Nazareno). No piden el apoyo y el favor de las distintas instituciones religiosas o políticas de su tiempo para extender el Evangelio. Sólo pretenden una cosa: ¡hablar con libertad y fuerza espiritual de Jesucristo! Y lo harán, tanto si les dejan como si no. O bien como testigos, o bien como mártires (que para el caso es lo mismo), dando en precio su vida. Mucho menos pretenden cristianizar a toda la sociedad remplazando a los sistemas culturales o políticos existentes. En realidad, no pretenden nada para ellos mismos. Es el Señor quien va escogiendo a sus elegidos, haciéndolos suyos en el Bautismo y destinándolos a la vida eterna, formando a las primeras comunidades de creyentes. Así se evangelizó un mundo no cristiano, desde Jerusalén, pasando por toda Judea y Samaría, hasta los confines de la tierra (Hch 1,8).
El Evangelio es fuerza de Dios y sabiduría de Dios, que brota de su liberalidad y suscita voluntades libres y filiales que lo acogen con gozo. ¡Ésa es su grandeza y su fragilidad! Lo que es gracia sólo gratis ha de ofrecerse. Sin imposiciones, condiciones o dependencias de cualquier tipo; asumiendo, por lo tanto, todos los riesgos de nuestro Salvador. Lo que es anuncio gozoso, sólo ha de presentarse positivamente apelando a los requerimientos más nobles de las personas y los grupos humanos. Los apóstoles saben que se dirigen a pecadores, a los que Cristo ha salvado en su Cruz. No se extrañan de que su libertad se halle condicionada y esclavizada por las obras de la carne. Pero están persuadidos de que esta libertad se suscita, se educa y se engrandece con el anuncio del Evangelio.
El déficit al que ha llegado nuestra Iglesia en los umbrales del S.XXI – su travesía del desierto – se caracteriza no por la carencia de bienes materiales o de instituciones que le proporcionen una cierta presencia social. ¡Le falta su sustancia, le faltan cristianos verdaderos! Personas que se alleguen a ella libremente y a ella se vinculen por lo único que la constituye y la significa: ¡Jesucristo! Todo lo demás es relativo e incluso prescindible.
La bandera de la fraternidad
Si la justicia y la libertad han sido y son banderas polémicas, alzadas fuera de la Iglesia, queda una tercera en el tríptico revolucionario: la de la fraternidad.
En este punto, el déficit se sitúa netamente en el campo de la sociedad secular. No han faltado intentos de solidaridad humana en nombre de la clase social, de la pertenencia a una raza o nación, de la cooperación al desarrollo entre los países, o del ideal deportivo, pongamos por caso. Pero, ausente el Espíritu superador de las contradicciones y, con él, el Amor oblativo, estos intentos frecuentemente han degenerado en tragedias mortíferas para los individuos y los pueblos, en violencia insensata y cruel, en corruptelas y mercantilismo sin corazón… Los testimonios de nuestra historia universal y española son por demás elocuentes. La sociedad actual ya no se fía – razones no le faltan – de quienes proclaman la fraternidad universal como motor de la historia.
El ideal de justicia de nuestros contemporáneos se proyecta en ciertas personalidades (Madre Teresa, Vicente Ferrer, Nicolás Castellanos…) o en iniciativas solidarias tipo ONG, en sí mismas admirables. Con ello parece saldarse la cuota de solidaridad, mientras, al mismo tiempo, se siguen manteniendo diferencias, barreras y privilegios.
El ideal de libertad, está, ciertamente, arraigado en la conciencia individual de las personas. Pero sus formas exteriores no van más allá de una tolerancia blanda y sin contenidos precisos. Una tolerancia fácilmente amoldable y domesticable. Fuera de ella, no existe el compromiso con la libertad del prójimo. (Justamente aquí está la clave: los otros son “ciudadanos”, pero no “prójimos”). Nuestra sociedad parece haberse resignado a tener un buen pasar con un mínimo de responsabilidades (que en lo posible se derivan hacia los demás o hacia los servicios públicos). En “Babilonia” se vive bien con tal de que no se ponga en cuestión al sistema. Cabe la filantropía, pero no hay lugar para el heroísmo altruista.
Los cristianos precisamente tenemos la fraternidad como don y tarea. El amor mutuo ha de ser nuestro permanente distintivo, más allá de modas o conveniencias. Y así ha sido en una historia multisecular, en la que el pecado abundante en su seno ha servido para que sobreabundara y resaltara la gracia del inexplicable amor fraterno. Porque gracia es la comunión de aquellos que, por encima de diferencias y fronteras, se unen en la escucha y la práctica de la misma Palabra de Dios, en la misma Fe, en el mismo Bautismo y en el mismo Padre. Estos vínculos crean una fraternidad tan fuerte, un amor tan humano y espiritual al mismo tiempo, tan entero y entregado, que no tiene parangón en la sociedad humana. ¡Ésta es nuestra aportación más peculiar! La humilde bandera de la fraternidad cristiana se alza por doquier en nuestro mundo, como signo patente de la existencia de un Dios-Padre de todos; de un Dios-Patria común. Por eso, porque somos por voluntad divina parábola, signo y semilla del Amor universal, los cristianos de nuestra Iglesia nos autodenominamos con gozoso orgullo ¡católicos! Juan Pablo II nos invitó con audacia a construir la civilización del amor, de la que ya habló Pablo VI. Y el actual Papa Benedicto XVI ha hecho del Amor el quicio de su magisterio.
Tras esta reflexión, volvamos a la cuestión que nos preocupa sobre el futuro de la Iglesia. Sean cuales fueren las condiciones sociológicas en las que ésta tenga que vivir (está acostumbrada, como San Pablo, a la privación o a la abundancia), nada le impide, antes al contrario, vivir la fraternidad entre sus miembros y ofrecerla humildemente a los demás.
¡Iglesia, sé tú misma!
El Papa Juan Pablo II en Santiago de Compostela el día 8 de Noviembre de 1992 lanzó la famosa interpelación:”Europa, sé tú misma”. A la vista de la evolución de los acontecimientos, se impone un cambio de sujeto: “Iglesia de Europa, sé tú misma”. Para que Europa sea cristiana es, ante todo, la Iglesia quien tiene que cambiar e ir por delante.
La Iglesia del Vaticano II reflexionó sobre su naturaleza y su papel y se decidió a ser ella misma, con valentía apostólica; a recobrar la “parrehesia” de los primeros tiempos, la misma que le llevó a encontrar su sitio martirial en el Imperio romano. Entonces como ahora, su apuesta era pacífica y positiva; no iba contra nada ni contra nadie. Pero no pasó desapercibida y, como su Maestro, suscitó adhesiones y rechazos con igual pasión (véanse ambas cosas en la biografía personal de Pablo de Tarso).
Iglesia, sé tu misma”, quiere decir que, siendo pequeña y servicial, tiene que tomar la iniciativa y proponer a los hombres el Evangelio de Jesucristo. ¡Tomar, sí, la iniciativa, porque el Evangelio es novedad y no se propone solo!... y no “bizquear” a izquierda o derecha, buscando apoyar o contrarrestar las posiciones ajenas. O el Evangelio va por delante, o no es tal (¡Atención!, por delante de todos, incluso de los propios cristianos. No somos los dueños del Evangelio sino sus siervos inútiles).
Hablamos de una Iglesia centrada en su misión, la que recibió de su Señor (Mt 28,16-20): constituir por el Bautismo comunidades de discípulos y no números estadísticos. Unas comunidades que se preocupen no tanto por la cantidad cuanto por la calidad de la vida cristiana libremente asumida por sus miembros (a los que garantizan, en todo caso, los cuatro pilares de la vida cristiana, que leemos en los Hechos de los apóstoles: 2,42-47; 4,3235). Comunidades que, recibiendo con gozo la variedad de dones y carismas del Espíritu, se remiten al único Señor a quien pertenecen y no a personas concretas por valiosas o carismáticas que éstas sean. Comunidades abiertas a la comunión católica sin trampa ni cartón; conscientes de que sin la coherencia de la fe son igualmente vulnerables a todas las tentaciones del mundo al que han de evangelizar.
Estas comunidades pueden y deben de ser sanamente críticas con la mentalidad social, con la cultura dominante en cada caso y con cuantos tienen especiales responsabilidades en el bien común. Pero será una crítica ejercida desde el compromiso, con la unción de la caridad y pensando exclusivamente en el bien de sus destinatarios y no en la propia supervivencia.
Para terminar, y retomando el prototipo del exilio babilónico, no sabemos cuándo volveremos a Jerusalén (entiéndase, a ser una Iglesia floreciente en buenos cristianos, en multiplicidad de carismas y vocaciones, en representatividad de todas las edades, mentalidades y estamentos sociales…). Pero una cosa es cierta: Jerusalén se renovará cuando se haya renovado Babilonia. El éxito de la Iglesia y el de la sociedad civil son diferentes, sí, pero correlativos. No se edifica la Iglesia sobre las ruinas del mundo sino sobre Jesucristo, el único cimiento que nos ha sido dado.

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