CONCORDIA Y UNANIMIDAD
CONCORDIA Y UNANIMIDAD
“Tenían un solo corazón y una sola alma”
Aplausos y caceroladas, aunque no lo parezca, tienen algo tienen en común. Ambos son una
expresión de sentimientos reprimidos, saliendo de la cueva, sin internet por
medio. Unos desahogos colectivos, para paliar en parte el oscuro ambiente de
tragedia que nos envuelve. Esta comunicación real nos permite constatar – más
allá de los eslóganes – que, en efecto, somos
muchos los que nos encontramos en las mismas o parecidas situaciones. La
proximidad (sabernos prójimos), a los seres humanos siempre nos reconforta.
Los aplausos
A partir de aquí, vienen las diferencias. Empecemos por los aplausos. Somos muchos los que nos
hemos asomado a las ventanas a aplaudir a los sanitarios y servidores públicos,
para transmitirles que no estamos desaparecidos y que estamos al tanto de su
inmensa labor y de los riesgos que corren por nosotros. En el aplauso va también
el mensaje de que nuestro encierro forzoso es la mejor manera de colaborar con
su trabajo, evitándoles más problemas de los que ya tienen. Ellos están en la vanguardia;
nosotros en la retaguardia organizando la convivencia familiar y algunos teletrabajando.
Pero es la misma lucha.
No creo que, salvo pequeñas anécdotas,
estos aplausos hayan encontrado oposición. Todo lo contrario, han suscitado una unanimidad en la ciudadanía como
nunca antes se haya dado. A esta habría que añadir la concordia en el duelo con los miles de compatriotas que nos han
dejado de manera tan brutal y con sus seres queridos. Ambos sentimientos son
universales e indiscutibles, por encima de territorios, ideologías, credos… Los
aplausos o los minutos de silencio son un lenguaje comprensible de solidaridad
y cercanía. Otra cosa es que los humanos seamos a veces poco consecuentes y
pronto nos decepcionemos mutuamente con posturas incoherentes e incívicas. Pero
hay que pensar que los aplausos no han sido una farsa colectiva.
Las caceroladas
No es nueva ni solo española
esta manera de protestar. Es, sin duda, una manifestación ciudadana legítima
que agrupa a personas que por sus ideas o por su situación (paro, ruina
económica, desesperación...) lo hacen notar ante los gobernantes de turno. Las
caceroladas tienen sus pros y contras, ampliamente comentados y que no señalaré
ahora. Sí quisiera subrayar que, como signo cívico y moral (no entro en lo
político), suponen una cierta dimisión de los ideales unionistas anteriormente
destacados. Frente al presente desolador y a un futuro negro, muchos miran
hacia atrás con ira tratando de arreglar antiguas cuentas pendientes. Los que
salen a las ventanas y ahora a las calles con sus instrumentos estarán cargados
de razones, pero ¿podremos contar con
ellos para responder a los enormes retos que ya tenemos delante o se limitarán
a ir a la contra de todo?
Concordia y unanimidad
Estas dos palabras que
retratan el paradigma de vida de los primeros cristianos (Hch 4,32-37) no son
exclusivamente religiosas; ofrecen un estilo de vida social a la hora de
afrontar los problemas comunes. Un estilo de altura de miras y de convicciones
firmes que genere ilusión y esperanza.
Los proyectos de futuro se
pretenden diseñar en los despachos y en los foros políticos, pero, sobre todo,
ya son realidad en las múltiples iniciativas para dar de comer al hambriento,
vestir al desnudo, dar cobijo a los sin techo, consolar al triste y enterrar a
los miles de muertos con respeto y dignidad. Aquí se encuentra de lleno la
Iglesia colaborando cordial y animosamente,
mirando hacia el frente y no hacia atrás o a los lados. Una vez más la sociedad
civil - los ciudadanos anónimos - marca la pauta a los de arriba.
Jesús Andrés VICENTE
ORAR A DIOS EN TIEMPOS DE CORONAVIRUS
Jesús Andrés VICENTE
Me viene a la memoria la conocida frase de nuestra Santa Teresa de Ávila “En tiempos recios, amigos fuertes de Dios” (Libro de la Vida 15,5). A todos los cristianos se nos puede aplicar. Se supone que los amigos “fuertes” de Dios son los que pueden ayudar a los “débiles”. Pero en cuestión de días todos hemos entrado en “tiempos recios” y no sé si somos más “fuertes”... El virus nos ha cambiado radicalmente la vida y nos hemos quedado perplejos y confusos. En debilidad.
Hasta hace poco, nuestros responsables y los medios de comunicación nos informaban de cosas tremendas, sí, pero que siempre ocurrían fuera y lejos de nosotros. De calamidades que no llegarían a la península. Y que, si llegaban, enseguida serían neutralizadas, pues somos los habitantes privilegiados de un país moderno y preparado para cualquier eventualidad sanitaria, con un sistema de salud sobresaliente… y bla, bla, bla… Pero, de la noche a la mañana, el tsunami del virus asiático ha golpeado en nuestras costas europeas y en días, no, en horas, ha anegado nuestras tierras y nos ha encerrado en nuestras casas, como náufragos en las azoteas. Ahora se nos pide que nos preparemos a una vida nueva… incierta, diferente, desconocida… ¿mejor o peor?
Aún no salimos de nuestra sorpresa. ¿Es realidad o pesadilla colectiva? Todo paralizado… ¡hasta el fútbol! No puede ser. Los peores presagios, los más apocalípticos, se están cumpliendo con creces, minuto a minuto, ante una población, que trata de seguir los acontecimientos y la avalancha de informaciones, perdida, desbordada, solidaria… queriendo hacer algo y sin saber qué. Sólo se le dice “¡Quédate en casa!”, mientras circulan las ambulancias, se saturan los hospitales, se disparan las estadísticas… Y lo que es peor, ¡la incertidumbre! ¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Nos dicen la verdad? ¿Cuándo pasará el mal trago?... ¿Me tocará a mí o a los míos?
El Papa, los obispos, los curas… la gente piadosa nos dicen que recemos, que le pidamos a Dios que nos ayude. Pero, ¿sabemos rezar como conviene? Más aún, ¿tenemos ganas de rezar? Y los que piensan un poco, abrumados en el silencio de su cuarto de estar, se preguntan en su interior: ¿merece la pena rezar a un Dios que no ha podido o querido evitar esta pandemia, este horror que aparece de pronto, sin culpables evidentes, y sí con miles de inocentes sufriendo y muriendo?
¿De qué sirve rezar?
Muchos lo tienen claro. Más pronto o más tarde, quienes nos sacarán de esta marea negra no son los que rezan sino los que actúan. Dedicarnos a rezar a Dios por el final del coronavirus puede parecer una ofensa a los miles de compatriotas que se están dejando la piel en los hospitales, en las calles, en los laboratorios. ¿No es así? Y, si la oración es ineficaz, un mero consuelo para gente crédula, en estos momentos críticos ¿no será mejor dejar a Dios en paz? Lo cierto es que, si la oración tiene alguna eficacia, habrá que explicarla bien, porque, hasta ahora, poco éxito parece haber obtenido.
¿Dios “Todopoderoso”?
Por lo que conocemos, la pandemia del coronavirus es un desastre natural y no el producto de unas mentes perversas propias de una película de terror. Las especies animales y la propia especie humana somos seres vivos en permanente evolución, con una lucha entre sí soterrada y muy compleja, que la ciencia trata de conocer y manipular, para reconducirla en beneficio de la humanidad. Pero esto no siempre se consigue. Hay, en concreto, virus que por su novedad, sus mutaciones y su “astucia” se escapan por un tiempo al control de los sabios. Un tiempo que, como en este caso, puede ser fatal para una población ingente afectada en el conjunto del planeta. A los que ya han muerto o van a morir (y a sus familiares), de poco consuelo les vale el triunfo final de la ciencia, que ojala sea pronto.
El único ser que presuntamente conoce todo y posee todos los secretos, como autor del universo que es; el único que podría arreglarlo con mover un dedo sería el “Todopoderoso”. Todos los demás, creaturas al fin y al cabo, no pasamos de ser “algopoderosos”. Pero, en este caso, bastante impotentes y superados.
Aquí está precisamente el problema. Aunque la tradición religiosa bíblica y litúrgica está llena del calificativo “todopoderoso” dirigido a Dios, ¡éste no lo es! O, al menos, no lo es como se piensa: un ser superior dotado de poderes sobrenaturales e ilimitados, que puede hacer lo que quiera y cuando quiera de forma unilateral, a su antojo. Si así fuera y teniendo muy presente la actual crisis y su cortejo de sufrimiento y angustia (¡ojo!, que no es la única en el mundo), tendríamos que dar la razón al descreído filósofo griego Epicuro (341 - 270 a.C.), quien, ante la existencia evidente del mal, razonaba así: “Si Dios quiere y no puede evitarlo, no es Dios. Y si puede y no quiere, es un malvado”.
Hasta que Dios no creó a la pareja humana, todo estaba bajo su control con poderes absolutos. No se movía una hoja sin su consentimiento; todo evolucionaba y se desarrollaba según los planes previstos. Pero a sus creaturas superiores no se conformó con dotarles de altísimas cualidades sino que les dio parte en el gobierno mismo de la creación. Desde los orígenes (descritos de forma apasionante en el libro del Génesis), Dios y la humanidad gobiernan en coalición, con “poderes compartidos”. Y ¿por qué esa dejación de autoridad? Porque el hombre y la mujer no estaban pensados sólo para ser los beneficiarios de la tierra, unos consumidores privilegiados, sino que Dios los destinaba a… ¡Amar! Capaces de amar a Dios su Creador y amarse entre sí. ¡El Amor, sí, qué misterio! Una fuerza maravillosa, pero llena de aventuras. Para que el amor sea real ha de ejercerse entre personas libres e iguales; para que la libertad sea real tiene que haber riesgos: fidelidad o infidelidad, gozo o sufrimiento, fallos y perdón… Los seres amantes no se dejan controlar ni programar como un robot infalible, o unos animales instintivos. Y, finalmente, el amor exige que todo sea compartido: las tareas y las responsabilidades; las decisiones y sus consecuencias… En cambio, cuando uno manda y el otro obedece, no se da amor sino sumisión, temor e inferioridad. Dios nos ha querido hacer sus amantes por encima de todo… Y para ello no ha dudado en dejar gran parte de la gestión del mundo en nuestras manos. Como un padre que confía el negocio a sus hijos para que éstos crezcan y se hagan fuertes y agradecidos; para que sigan el ejemplo del progenitor sin sentirse obligados; para que inventen e innoven.
¡Dios “Todoamoroso”!
¡Ah, el amor! Es algo inabarcable e incomprensible. Por amor, Dios, el uno y trino, el único señor de cielos y tierra, se hace pequeño, limitado y dependiente de sus creaturas humanas. Para lo bueno y para lo malo. Deja de ser el “todopoderoso” para ser el “todoamoroso”. ¿Ya no lo puede todo? Aún sí, pero a través del amor, contando con nosotros. Todo con nosotros; nada sin nosotros. Todo por convicción, todo por misericordia y sabiduría, todo por la bondad y el buen ejemplo. Nada, por la fuerza; nada por su cuenta y a su aire… aunque sea para “nuestro bien”. Entendemos ahora por qué, no es que Dios no “quiera” acabar con el coronavirus de forma unilateral y autoritaria, es que “no puede” hacerlo sin cargarse su obra más preciosa, la gran familia humana formada por unos seres libres y autónomos. Unos seres hechos para la relación mutua, para la comunicación en la verdad y la amistad, para la entrega hasta el sacrificio de sí mismos… Dios ha tenido que elegir o dominio, o amor. Y ha preferido escoger esto último, sometiéndose para ello a unas reglas de juego muy estrictas y exigentes. Ha querido ligarse en alianza de amor con nosotros, unos seres frágiles y volubles, a los que sólo se puede convencer por las buenas, no por las malas. Y, por duras que sean las cosas, no va a romper su alianza. Esto sí sería indigno de Dios.
Planteada así la partida, ¿qué puede hacer Dios en la trágica situación mundial que estamos pasando, que afecta al conjunto de la humanidad, al conjunto de sus hijos? ¿Nada? ¿Se ha quedado sin margen de maniobra para intervenir? No del todo, aún guarda su providencia, que, desde arriba, todo lo encamina hacia el bien (pero sin suprimir el mal). También nos podría conceder algunos milagros, lo cual no deja de ser una cierta excepción a la regla general y que no soluciona de raíz los grandes males de la humanidad como son la violencia, la enfermedad y la muerte. Si en algo vale nuestra oración, no es para obtener de Dios “milagritos”, que, en el mejor caso, son pocos, extraordinarios y parciales. Y que, mal entendidos, nos dejarían insatisfechos. ¿Por qué Dios va a curar a éste sí y a los otros no? ¿No sería favorecer el egoísmo del “sálvese quien pueda”?
Dios actúa a través nuestro
En un gesto máximo de confianza, ha dejado en nuestras manos la gestión de este mundo. Pero, hecho esto, no ha “huido”, no nos ha abandonado a nuestra suerte. La relación permanece y, en los momentos especialmente duros como los que ahora vivimos, se hace más fuerte. No es un Dios impasible: siente con nosotros, sufre con nosotros, lucha con nosotros. Bien, pero, si no puede hacer nada, ¿de qué nos sirve su compasión?
Aquí viene la clave, la respuesta a tantas preguntas legítimas que en estos días nos hacemos: ¡sí que puede actuar, lo veremos, pero siempre a través de nosotros! Nos ha hecho capaces de pensar y crear nuevos métodos y sistemas, de conocer los secretos del universo, de buscar soluciones a los problemas… y, cuando éstas no llegan, nos ha hecho capaces de solidaridad y ayuda mutua, de aliviarnos el dolor y acompañarnos en la desgracia y la inevitable muerte.
Dios nos da su Espíritu
Hay unas palabras de Jesús que recoge el evangelio de san Lucas, que son muy elocuentes:
“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13)
Jesús nos asegura que a Dios nuestro Padre le podemos dirigir nuestras peticiones, con la seguridad de que nos las dará. Pero ¿qué peticiones? No, por cierto, directamente las cosas de este mundo, las que podemos pedir a nuestros padres de la tierra y éstos nos las tienen que dar por obligación (pan, pescado, huevos…). Para eso, ya están ellos, aunque no sean perfectos y maravillosos. A Dios le podemos pedir un bien superior: ¡el Espíritu Santo! (o, con otras palabras, su fuerza, su sabiduría, su gracia, su santidad, su aliento…). Un dinamismo que nos cambia y nos mejora por dentro para que se note afuera.
¿Cuál es la eficacia de este Espíritu Santo? Actúa en nosotros de forma invisible potenciando nuestras cualidades intelectuales (más atentos, más trabajadores, más entregados, más comprometidos, más espabilados, más comunicativos…) y nuestras cualidades morales (más resistentes, más sacrificados, más unidos, más positivos, más compasivos…). Dios sopla con su Espíritu (la Biblia lo compara a menudo con el viento) dentro de los millones de tubos del gran órgano musical que formamos todos los hombres. Y suena la música armoniosa y viva. El aire misteriosamente insuflado viene de Dios pero el sonido lo produce cada uno autónomamente. Con su vibración y su propia tonalidad.
Entonces, ¿para qué sirve rezar?
No para forzarle a Dios, para que cambie de conducta hacia nosotros, sino para suplicarle ¡envíanos tu Espíritu!... que, si se nos agota el aire, desfallecemos y la melodía se apaga. ¡Sopla más fuerte! (algo que no hay que “recordarle” a Dios, pues siempre está en ello).
Por otro lado, oramos por nosotros. Para que Dios nos ayude a producir cada cual nuestro propio sonido (con nuestro trabajo y capacidades…); para que trabajemos unidos y nos complementemos los unos y los otros; para que nos animemos mutuamente y venzamos la tristeza individual con el entusiasmo colectivo.
¿No os parece que, si rezamos así con esta fe y juntos pedimos el Espíritu Santo, se puede acelerar el final de esta pandemia? No es magia sino convencimiento. Dios y nosotros, unidos en la plegaria, crearemos una corriente positiva y ascendente que nos alejará progresivamente de la catástrofe, del pesimismo y el hundimiento. Los científicos andarán más listos y se comunicarán mejor. Los gobernantes acertarán en las medidas que han de seguir tomando. Los sanitarios continuarán entregándonos sus conocimientos, sus cuidados y sus vidas. Las familias encerradas encontrarán soluciones imaginativas para pasar juntos el cautiverio. Y todos nos sentiremos orgullosos no sólo de haber vencido al virus sino de lo bien que suena la orquesta.
Jesús Andrés VICENTE
Me viene a la memoria la conocida frase de nuestra Santa Teresa de Ávila “En tiempos recios, amigos fuertes de Dios” (Libro de la Vida 15,5). A todos los cristianos se nos puede aplicar. Se supone que los amigos “fuertes” de Dios son los que pueden ayudar a los “débiles”. Pero en cuestión de días todos hemos entrado en “tiempos recios” y no sé si somos más “fuertes”... El virus nos ha cambiado radicalmente la vida y nos hemos quedado perplejos y confusos. En debilidad.
Hasta hace poco, nuestros responsables y los medios de comunicación nos informaban de cosas tremendas, sí, pero que siempre ocurrían fuera y lejos de nosotros. De calamidades que no llegarían a la península. Y que, si llegaban, enseguida serían neutralizadas, pues somos los habitantes privilegiados de un país moderno y preparado para cualquier eventualidad sanitaria, con un sistema de salud sobresaliente… y bla, bla, bla… Pero, de la noche a la mañana, el tsunami del virus asiático ha golpeado en nuestras costas europeas y en días, no, en horas, ha anegado nuestras tierras y nos ha encerrado en nuestras casas, como náufragos en las azoteas. Ahora se nos pide que nos preparemos a una vida nueva… incierta, diferente, desconocida… ¿mejor o peor?
Aún no salimos de nuestra sorpresa. ¿Es realidad o pesadilla colectiva? Todo paralizado… ¡hasta el fútbol! No puede ser. Los peores presagios, los más apocalípticos, se están cumpliendo con creces, minuto a minuto, ante una población, que trata de seguir los acontecimientos y la avalancha de informaciones, perdida, desbordada, solidaria… queriendo hacer algo y sin saber qué. Sólo se le dice “¡Quédate en casa!”, mientras circulan las ambulancias, se saturan los hospitales, se disparan las estadísticas… Y lo que es peor, ¡la incertidumbre! ¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Nos dicen la verdad? ¿Cuándo pasará el mal trago?... ¿Me tocará a mí o a los míos?
El Papa, los obispos, los curas… la gente piadosa nos dicen que recemos, que le pidamos a Dios que nos ayude. Pero, ¿sabemos rezar como conviene? Más aún, ¿tenemos ganas de rezar? Y los que piensan un poco, abrumados en el silencio de su cuarto de estar, se preguntan en su interior: ¿merece la pena rezar a un Dios que no ha podido o querido evitar esta pandemia, este horror que aparece de pronto, sin culpables evidentes, y sí con miles de inocentes sufriendo y muriendo?
¿De qué sirve rezar?
Muchos lo tienen claro. Más pronto o más tarde, quienes nos sacarán de esta marea negra no son los que rezan sino los que actúan. Dedicarnos a rezar a Dios por el final del coronavirus puede parecer una ofensa a los miles de compatriotas que se están dejando la piel en los hospitales, en las calles, en los laboratorios. ¿No es así? Y, si la oración es ineficaz, un mero consuelo para gente crédula, en estos momentos críticos ¿no será mejor dejar a Dios en paz? Lo cierto es que, si la oración tiene alguna eficacia, habrá que explicarla bien, porque, hasta ahora, poco éxito parece haber obtenido.
¿Dios “Todopoderoso”?
Por lo que conocemos, la pandemia del coronavirus es un desastre natural y no el producto de unas mentes perversas propias de una película de terror. Las especies animales y la propia especie humana somos seres vivos en permanente evolución, con una lucha entre sí soterrada y muy compleja, que la ciencia trata de conocer y manipular, para reconducirla en beneficio de la humanidad. Pero esto no siempre se consigue. Hay, en concreto, virus que por su novedad, sus mutaciones y su “astucia” se escapan por un tiempo al control de los sabios. Un tiempo que, como en este caso, puede ser fatal para una población ingente afectada en el conjunto del planeta. A los que ya han muerto o van a morir (y a sus familiares), de poco consuelo les vale el triunfo final de la ciencia, que ojala sea pronto.
El único ser que presuntamente conoce todo y posee todos los secretos, como autor del universo que es; el único que podría arreglarlo con mover un dedo sería el “Todopoderoso”. Todos los demás, creaturas al fin y al cabo, no pasamos de ser “algopoderosos”. Pero, en este caso, bastante impotentes y superados.
Aquí está precisamente el problema. Aunque la tradición religiosa bíblica y litúrgica está llena del calificativo “todopoderoso” dirigido a Dios, ¡éste no lo es! O, al menos, no lo es como se piensa: un ser superior dotado de poderes sobrenaturales e ilimitados, que puede hacer lo que quiera y cuando quiera de forma unilateral, a su antojo. Si así fuera y teniendo muy presente la actual crisis y su cortejo de sufrimiento y angustia (¡ojo!, que no es la única en el mundo), tendríamos que dar la razón al descreído filósofo griego Epicuro (341 - 270 a.C.), quien, ante la existencia evidente del mal, razonaba así: “Si Dios quiere y no puede evitarlo, no es Dios. Y si puede y no quiere, es un malvado”.
Hasta que Dios no creó a la pareja humana, todo estaba bajo su control con poderes absolutos. No se movía una hoja sin su consentimiento; todo evolucionaba y se desarrollaba según los planes previstos. Pero a sus creaturas superiores no se conformó con dotarles de altísimas cualidades sino que les dio parte en el gobierno mismo de la creación. Desde los orígenes (descritos de forma apasionante en el libro del Génesis), Dios y la humanidad gobiernan en coalición, con “poderes compartidos”. Y ¿por qué esa dejación de autoridad? Porque el hombre y la mujer no estaban pensados sólo para ser los beneficiarios de la tierra, unos consumidores privilegiados, sino que Dios los destinaba a… ¡Amar! Capaces de amar a Dios su Creador y amarse entre sí. ¡El Amor, sí, qué misterio! Una fuerza maravillosa, pero llena de aventuras. Para que el amor sea real ha de ejercerse entre personas libres e iguales; para que la libertad sea real tiene que haber riesgos: fidelidad o infidelidad, gozo o sufrimiento, fallos y perdón… Los seres amantes no se dejan controlar ni programar como un robot infalible, o unos animales instintivos. Y, finalmente, el amor exige que todo sea compartido: las tareas y las responsabilidades; las decisiones y sus consecuencias… En cambio, cuando uno manda y el otro obedece, no se da amor sino sumisión, temor e inferioridad. Dios nos ha querido hacer sus amantes por encima de todo… Y para ello no ha dudado en dejar gran parte de la gestión del mundo en nuestras manos. Como un padre que confía el negocio a sus hijos para que éstos crezcan y se hagan fuertes y agradecidos; para que sigan el ejemplo del progenitor sin sentirse obligados; para que inventen e innoven.
¡Dios “Todoamoroso”!
¡Ah, el amor! Es algo inabarcable e incomprensible. Por amor, Dios, el uno y trino, el único señor de cielos y tierra, se hace pequeño, limitado y dependiente de sus creaturas humanas. Para lo bueno y para lo malo. Deja de ser el “todopoderoso” para ser el “todoamoroso”. ¿Ya no lo puede todo? Aún sí, pero a través del amor, contando con nosotros. Todo con nosotros; nada sin nosotros. Todo por convicción, todo por misericordia y sabiduría, todo por la bondad y el buen ejemplo. Nada, por la fuerza; nada por su cuenta y a su aire… aunque sea para “nuestro bien”. Entendemos ahora por qué, no es que Dios no “quiera” acabar con el coronavirus de forma unilateral y autoritaria, es que “no puede” hacerlo sin cargarse su obra más preciosa, la gran familia humana formada por unos seres libres y autónomos. Unos seres hechos para la relación mutua, para la comunicación en la verdad y la amistad, para la entrega hasta el sacrificio de sí mismos… Dios ha tenido que elegir o dominio, o amor. Y ha preferido escoger esto último, sometiéndose para ello a unas reglas de juego muy estrictas y exigentes. Ha querido ligarse en alianza de amor con nosotros, unos seres frágiles y volubles, a los que sólo se puede convencer por las buenas, no por las malas. Y, por duras que sean las cosas, no va a romper su alianza. Esto sí sería indigno de Dios.
Planteada así la partida, ¿qué puede hacer Dios en la trágica situación mundial que estamos pasando, que afecta al conjunto de la humanidad, al conjunto de sus hijos? ¿Nada? ¿Se ha quedado sin margen de maniobra para intervenir? No del todo, aún guarda su providencia, que, desde arriba, todo lo encamina hacia el bien (pero sin suprimir el mal). También nos podría conceder algunos milagros, lo cual no deja de ser una cierta excepción a la regla general y que no soluciona de raíz los grandes males de la humanidad como son la violencia, la enfermedad y la muerte. Si en algo vale nuestra oración, no es para obtener de Dios “milagritos”, que, en el mejor caso, son pocos, extraordinarios y parciales. Y que, mal entendidos, nos dejarían insatisfechos. ¿Por qué Dios va a curar a éste sí y a los otros no? ¿No sería favorecer el egoísmo del “sálvese quien pueda”?
Dios actúa a través nuestro
En un gesto máximo de confianza, ha dejado en nuestras manos la gestión de este mundo. Pero, hecho esto, no ha “huido”, no nos ha abandonado a nuestra suerte. La relación permanece y, en los momentos especialmente duros como los que ahora vivimos, se hace más fuerte. No es un Dios impasible: siente con nosotros, sufre con nosotros, lucha con nosotros. Bien, pero, si no puede hacer nada, ¿de qué nos sirve su compasión?
Aquí viene la clave, la respuesta a tantas preguntas legítimas que en estos días nos hacemos: ¡sí que puede actuar, lo veremos, pero siempre a través de nosotros! Nos ha hecho capaces de pensar y crear nuevos métodos y sistemas, de conocer los secretos del universo, de buscar soluciones a los problemas… y, cuando éstas no llegan, nos ha hecho capaces de solidaridad y ayuda mutua, de aliviarnos el dolor y acompañarnos en la desgracia y la inevitable muerte.
Dios nos da su Espíritu
Hay unas palabras de Jesús que recoge el evangelio de san Lucas, que son muy elocuentes:
“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13)
Jesús nos asegura que a Dios nuestro Padre le podemos dirigir nuestras peticiones, con la seguridad de que nos las dará. Pero ¿qué peticiones? No, por cierto, directamente las cosas de este mundo, las que podemos pedir a nuestros padres de la tierra y éstos nos las tienen que dar por obligación (pan, pescado, huevos…). Para eso, ya están ellos, aunque no sean perfectos y maravillosos. A Dios le podemos pedir un bien superior: ¡el Espíritu Santo! (o, con otras palabras, su fuerza, su sabiduría, su gracia, su santidad, su aliento…). Un dinamismo que nos cambia y nos mejora por dentro para que se note afuera.
¿Cuál es la eficacia de este Espíritu Santo? Actúa en nosotros de forma invisible potenciando nuestras cualidades intelectuales (más atentos, más trabajadores, más entregados, más comprometidos, más espabilados, más comunicativos…) y nuestras cualidades morales (más resistentes, más sacrificados, más unidos, más positivos, más compasivos…). Dios sopla con su Espíritu (la Biblia lo compara a menudo con el viento) dentro de los millones de tubos del gran órgano musical que formamos todos los hombres. Y suena la música armoniosa y viva. El aire misteriosamente insuflado viene de Dios pero el sonido lo produce cada uno autónomamente. Con su vibración y su propia tonalidad.
Entonces, ¿para qué sirve rezar?
No para forzarle a Dios, para que cambie de conducta hacia nosotros, sino para suplicarle ¡envíanos tu Espíritu!... que, si se nos agota el aire, desfallecemos y la melodía se apaga. ¡Sopla más fuerte! (algo que no hay que “recordarle” a Dios, pues siempre está en ello).
Por otro lado, oramos por nosotros. Para que Dios nos ayude a producir cada cual nuestro propio sonido (con nuestro trabajo y capacidades…); para que trabajemos unidos y nos complementemos los unos y los otros; para que nos animemos mutuamente y venzamos la tristeza individual con el entusiasmo colectivo.
¿No os parece que, si rezamos así con esta fe y juntos pedimos el Espíritu Santo, se puede acelerar el final de esta pandemia? No es magia sino convencimiento. Dios y nosotros, unidos en la plegaria, crearemos una corriente positiva y ascendente que nos alejará progresivamente de la catástrofe, del pesimismo y el hundimiento. Los científicos andarán más listos y se comunicarán mejor. Los gobernantes acertarán en las medidas que han de seguir tomando. Los sanitarios continuarán entregándonos sus conocimientos, sus cuidados y sus vidas. Las familias encerradas encontrarán soluciones imaginativas para pasar juntos el cautiverio. Y todos nos sentiremos orgullosos no sólo de haber vencido al virus sino de lo bien que suena la orquesta.
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