¿EXISTE EL DIABLO?
La pregunta no es nueva. Resulta retórica y gastada. Y las respuestas que se dan, desde el bando católico, son las consabidas, que, con sus matices, se resumen en dos: el diablo es un ser “personal”, o bien un personaje “simbólico”. Y de ahí no salimos. Pero, de vez en cuando, los escritos o las declaraciones de alguna alta personalidad de la Iglesia inciden en el tema y vuelven a agitar la polémica mediática. Y unos cuantos nos vemos “tentados” a dar nuestra opinión (¿quién nos mandará?).
Procedamos de lo más firme a lo más discutible. La existencia del diablo (en sus muchas denominaciones) es una afirmación sostenida en la Biblia, en la Liturgia y en el Magisterio de la Iglesia. Su carácter personal tampoco está en cuestión en los documentos oficiales. Sin embargo, ¿caben interpretaciones que satisfagan otros planteamientos?
En general, ¿por qué no se cree en la existencia del diablo? ¿Se debe tan solo a la debilitación de las creencias cristianas en nuestras sociedades occidentales?
Para una mentalidad muy extendida entre nuestros contemporáneos, los “misterios” de la fe, o bien son “experimentables” de alguna forma en nuestra existencia cotidiana, es decir, tienen una efectividad práctica; o, de lo contrario, se les relega al limbo de lo no real, o al vestuario folklórico, o directamente al olvido. Sin dejar de ser “misterios”, han de tener una relevancia personal y social.
¿El diablo la tiene? Sí, claro, se dan los fenómenos de posesión y sus correspondientes ritos y exorcismos. También, según épocas y culturas, se achacan diversos hechos paranormales a la supuesta intervención diabólica. La gente sencilla y sin instrucción es muy sensible a este tipo de creencias. Existe además el satanismo y las sectas que lo practican… Pero, todos ellos sumados, no dejan de ser fenómenos raros, es decir poco frecuentes y de valoración dudosa. ¿Son suficientes en número y en entidad para que la gente se tome en serio la existencia del diablo?... Lueel diablo?... Luego, estaría su influencia espiritual, admitida por numerosas personas de fe cultivada. Pero, ¿esta influencia nociva se podría explicar igualmente sin que se atribuya al diablo una actividad directa y personal? En el fondo, para llevar una vida digna y honesta, ¿da lo mismo que exista o que no?
El diablo y el origen del pecado
Con la lectura bíblica del Génesis nos remontamos a los orígenes de la humanidad en su relación con Dios. Ésta es creada en gracia y santidad, pero no impecable. La prueba es que, ya en los albores de la creación, la posibilidad del pecado se hizo realidad. La “pecabilidad” es el reverso negativo del designio positivo de Dios para con el hombre creado ”a su imagen y semejanza” como un ser libre y capaz de crecer en plenitud; es decir, ser autor de la propia vida y del desarrollo de la creación. Se le encomienda una obra de colaboración con el Creador, en contacto personal con él y con el resto de la creaturas. Esta capacidad de libertad y de autotranscendencia le lleva a lo más grande y divino que se da en el hombre, vivir en el amor: una relación de reciprocidad y complementariedad que se manifiesta en la primera pareja con un proyecto común libremente asumido y realizado. (Los “robots” son buenos ejecutores, pero no pueden amar).
Al leer detenidamente el famoso relato del “árbol del bien y del mal” (Gn 2,15-17) no es exagerado concluir que el primer “tentador” del hombre es el mismo Dios. Queriendo ser pedagógico con su creatura, “le induce a la tentación” de tres maneras:
- Le hace consciente de los límites de su persona y de su tarea. No es divino ni omnipotente sino contingente y frágil.
- Le somete a la prescripción “No comerás”, en forma de prohibición. Ésta le preserva al hombre de dar un paso equivocado, pero habrá de aceptar que en lo sucesivo es un ser tutelado por la ley moral.
- Le señala la sanción “…Morirás”. La responsabilidad del hombre, aunque no absoluta, puede llegar hasta hacer fracasar el plan de Dios a fuerza de cometer errores.go, estaría su influencia espiritual, admitida por numerosas personas de fe cultivada. Pero, ¿esta influencia nociva se podría explicar igualmente sin que se atribuya al diablo una actividad directa y personal? En el fondo, para llevar una vida digna y honesta, ¿da lo mismo que exista o que no?
El diablo y el origen del pecado
Con la lectura bíblica del Génesis nos remontamos a los orígenes de la humanidad en su relación con Dios. Ésta es creada en gracia y santidad, pero no impecable. La prueba es que, ya en los albores de la creación, la posibilidad del pecado se hizo realidad. La “pecabilidad” es el reverso negativo del designio positivo de Dios para con el hombre creado ”a su imagen y semejanza” como un ser libre y capaz de crecer en plenitud; es decir, ser autor de la propia vida y del desarrollo de la creación. Se le encomienda una obra de colaboración con el Creador, en contacto personal con él y con el resto de la creaturas. Esta capacidad de libertad y de autotranscendencia le lleva a lo más grande y divino que se da en el hombre, vivir en el amor: una relación de reciprocidad y complementariedad que se manifiesta en la primera pareja con un proyecto común libremente asumido y realizado. (Los “robots” son buenos ejecutores, pero no pueden amar).
Al leer detenidamente el famoso relato del “árbol del bien y del mal” (Gn 2,15-17) no es exagerado concluir que el primer “tentador” del hombre es el mismo Dios. Queriendo ser pedagógico con su creatura, “le induce a la tentación” de tres maneras:
- Le hace consciente de los límites de su persona y de su tarea. No es divino ni omnipotente sino contingente y frágil.
- Le somete a la prescripción “No comerás”, en forma de prohibición. Ésta le preserva al hombre de dar un paso equivocado, pero habrá de aceptar que en lo sucesivo es un ser tutelado por la ley moral.
- Le señala la sanción “…Morirás”. La responsabilidad del hombre, aunque no absoluta, puede llegar hasta hacer fracasar el plan de Dios a fuerza de cometer errores.
Hasta este momento, todo era gozo y felicidad en su relación con Dios y con el cosmos (según la imagen del paraíso). Pero Dios da un paso al frente y propone a la pareja fundadora un “juego” hasta entonces desconocido: la prueba del árbol prohibido. No es un signo de desconfianza de Dios para con sus creaturas sino una invitación a progresar en su autoconocimiento. Dios les propone el estreno real de un régimen de libertad, en el que hay que elegir entre distintos caminos de realización. A Adán y Eva no se les veta el conocimiento del bien y del mal. Pero éste es exclusivo de Dios y de él lo han de recibir con obediencia y gratitud. Si se lo arrebatan por las bravas, este conocimiento será mortífero. A pesar de todas las cautelas y advertencias, Dios, respetuoso del gran bien de la libertad, no podrá impedir que un camino alternativo se abra a los ojos de Adán y Eva, el de la transgresión.
Sentadas estas premisas, Adán y Eva podían haber perdido la inocencia y dado el paso sin necesidad de “la serpiente”. Cometida la transgresión, se abre una “historia de autocondena y de muerte”, contraria al proyecto del Creador. Comienza el imperio del mal. Cada pecado incita al siguiente y le hace más fuerte, más dueño de nuestra libertad. Sin una nueva “recreación” por parte de Dios, la obra encomendada a la humanidad regresará hacia atrás, hacia el caos primigenio. Tras el pecado, Adán y Eva transforman las relaciones amorosas en esclavitud mutua y el "paraíso" da paso a un mundo inhóspito donde se experimentan nuevos y desconocidos sufrimientos (Gn 3 y 4).
Dios pone en marcha un “plan B”, para que la historia siga adelante como “historia de salvación”, pero ya no se volverá a la inocencia, a la casilla de partida. La historia proseguirá con esfuerzo y riesgo su evolución creciente hacia el culmen. El pecado estará presente sin remedio en cada recodo del camino poniendo trabas y dificultades. A cada paso dado hacia adelante, el pecado revestirá formas nuevas y sorprendentes, de suerte que el aprendizaje de los errores del pasado apenas servirá para eludir las trampas del presente. Anidado en las personas y en las estructuras, sorprenderá a cada generación, a cada pueblo, a cada individuo. El pecado cometido es siempre tramposo: se le conoce tarde, cuando ya ha hecho el daño.
En la historia bíblica queda claro que son Adán y Eva los autores de su caída. No hay nada en la creación original ni, mucho menos, en su hacedor que lleve por sí mismo al pecado. La tradición bíblica se desmarca de cualquier maniqueísmo que atribuya la existencia del universo a un doble principio: bueno y malo.
Según esta lectura somera, la figura diabólica no sería necesaria para explicar el origen del pecado y sus consecuencias. Tras Adán y Eva, sus herederos afectados por el “pecado original” (personal y estructural) nos hacemos los “tentadores” unos de otros. ¿Cabría entonces la interpretación minimalista del diablo como “símbolo representativo” de la presencia y actuación del mal en la historia?
El papel de la serpiente (Gn 3,1-5)
La serpiente no es, pues, la culpable del primer pecado, como si, sin su concurso, Adán y Eva hubieran permanecido inocentes. La autoría del tentador, como desencadenante del pecado, responde a la interpretación digamos clásica, que busca la doble ventaja: disculpar a Dios de cualquier complicidad en la caída y disculpar, de paso, a nuestros padres. La responsabilidad primera y principal recaería en la serpiente. Pero, a poco que la examinemos, esta hipótesis crea más inconvenientes que soluciones. La serpiente tentadora ¿sería dueña del mal absoluto, de un poder maligno opuesto simétricamente al del Dios bueno? Volveríamos, en tal supuesto, al maniqueísmo rechazado siempre por la Iglesia. La serpiente bíblica (más adelante, con los nombres del demonio, el diablo, Luzbel, Satanás…) es una creatura, por lo tanto limitada; nacida buena, como el conjunto de la obra divina. Desplazar hacia ella la responsabilidad de un desastre tan descomunal, no deja de ser excesivo. Y, además, una explicación inútil. ¿De dónde le vendría su astuta maldad? ¿Sería la serpiente “un tentador a su vez tentado”? Abrimos entonces una cadena de causalidades sin fin: algo innecesario e ineficaz. Pero, si es un ser creado bueno que por sí solo se pervierte, algún tipo de “responsabilidad” tiene Aquel que lo creó con esa capacidad. De nuevo nos topamos con el misterio de la libertad, que es un bien mayor que su derivada secundaria, la “pecabilidad”.
Entonces, ¿la serpiente sería tan solo un personaje cultural, que le serviría al autor sagrado para dar más viveza al relato, sin añadir algo substancial? ¿No tiene un papel teológico distinto de su utilidad literaria? Parece lógico que sí. Sin salir de los datos del Génesis, podemos reconocer un papel propio a la serpiente en la escena del pecado, con los siguientes rasgos:
- Abre el camino a la transgresión reforzando exageradamente las apetencias de plenitud que habitan en el interior del ser humano y que apuntan hacia el objetivo último asignado por el Creador: “seréis dioses” (Cf Jn 10,34-35), hijos de Dios en Cristo. Pero les confunde el camino, presentándoles una alternativa más rápida y estimulante para su realización: hacerse dioses ya y ahora, sin depender de Dios. En definitiva, niega el carácter procesual y evolutivo de la condición humana.
- Siembra la duda y la desconfianza hacia Dios, apoyándose en la misma ley divina para ridiculizarla. “¿Cómo es que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?”. (Modifica astutamente la formulación de la ley, para hacerla más arbitraria y odiosa).
- Trastrueca los papeles. Dios es aquí el que engaña, por envidia del posible poder de sus creaturas. La serpiente aparece como sabia y razonable, consejera desinteresada de la humanidad para su bien.
- Invita finalmente a la desobediencia, dándole un carácter épico y triunfador. ”¡No moriréis!”. Se trata claramente de vencer a Dios empleando sus mismas armas. Una victoria que, de momento, no busca cortar por completo la relación con Dios sino rebajarlo al servicio del hombre endiosado.
Estos rasgos se reproducen y amplifican a lo largo de la Escritura. Los vemos en toda su crudeza en el episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto. Se reconocen en la experiencia cristiana de los creyentes (sin fe en Jesucristo, no se puede admitir la existencia del demonio, su enemigo; a lo sumo, caben supersticiones y temores irracionales que lo toman como pretexto).
En consecuencia
Se podría pensar en el demonio según el “perfil bajo”, como “símbolo” de nuestra propia capacidad de tentarnos hacia el mal y de engañarnos mutuamente; como “símbolo” de nuestra complicidad con nuestras propias pasiones y con la fragilidad a la que nos someten nuestros pecados (la concupiscencia).
Sin embargo, atendiendo a la mentalidad actual, no faltarían motivos serios para creer en la existencia del diablo según el “perfil alto”, el que ha seguido la interpretación clásica de la Iglesia. La existencia de un diablo distinto y personal da sentido y explicación a algo que, en la hipótesis anterior, quedaría en el aire:
- Los excesos del mal. La existencia del diablo podría explicar la maldad retorcida de las personalidades perversas, los verdugos de la humanidad; el sufrimiento sádico y gratuito, sobre todo el que se inflige contra los pobres y los inocentes. Ese mal excesivo no encuentra explicaciones racionales. Puro odio sin causa, puro sufrimiento sin provecho alguno. Ese mal es de otro orden distinto del “normal”; supera los daños siempre limitados que nos podemos hacer los unos a los otros. Sólo una intervención divina podrá someterlo. Ya en el Génesis, la descendencia de la mujer vencerá a la astuta serpiente, a la que San Ignacio de Loyola denomina “enemigo de la natura humana”. El exceso del mal encuentra su antídoto únicamente en el exceso del bien.
- El odio de Dios. El escándalo mutuo, las ambiciones y el mal estructural podrían explicar la gran mayoría de los desastres causados por mano del hombre en todos los órdenes de la existencia. Pero, ¿por qué se da una especial inquina en el orden religioso? ¿De dónde surge ese rencor hacia lo divino y sus manifestaciones? Las persecuciones y matanzas de los creyentes, tan solo por el hecho de serlo, ¿no son el síntoma de un odio desproporcionado y selectivo? El desprestigio generalizado de la Iglesia y cuanto ella representa ¿se justifica sólo por los casos reales de malos ejemplos?
- Las tentaciones espirituales. Nos referimos a un terreno de la posible acción diabólica especialmente difícil de dilucidar. Que la vida espiritual sea un combate entre tendencias opuestas, está fuera de toda duda. Así lo han vivido todos los cristianos exigentes desde San Pablo hasta nuestros días. Pero, aunque se admita la influencia personal del diablo, no es aconsejable achacar a su actuación las nimiedades y bajezas de la condición humana que se pueden explicar fácilmente por otras causas. Sobrevalorar su presencia, aparte de insano, puede revelar una falta de confianza en el Señor. Entonces, ¿cuál sería su actuación exclusiva en el combate entre la virtud y el pecado? Dejemos las respuestas a los maestros contrastados de la vida espiritual.
En cualquier caso
Y para terminar estas notas, no conviene olvidar algunas afirmaciones que son de sentido común:
- Decir que el diablo es un ser personal es una aseveración que hay que hacer con las debidas cautelas. Empleamos el concepto de “persona” o “ser personal” de manera análoga en el caso de la persona humana, angélica o divina, sin por ello ocultar la infinita distancia que existe entre las tres formas de “personalidad”. Es decir, en el supuesto de que el diablo sea “persona”, no lo sería como nosotros.
- Según la creencia oficial, el diablo, ángel caído, es de naturaleza espiritual. Por lo mismo, para manifestarse en este mundo material precisaría de “mediaciones” físicas o psíquicas (visiones suprasensoriales, sueños, actuaciones sobre las personas o las cosas…). Las típicas representaciones de los seres diabólicos responderían a toda esta escenografía, que no por ser necesaria deja de ser a menudo subjetiva y de baja credibilidad.
- En la supuesta acción maléfica sobre el ser humano, bien sea corporal (posesiones), o bien espiritual (tentaciones), el diablo no puede inmiscuirse en la libertad de la persona condicionándola o forzándola a obrar en contra de su voluntad. La libertad es un santuario divino inviolable.
- Jesucristo, el Verbo hecho carne, ha vencido al llamado “Príncipe de este mundo” entrando en su mismo territorio cósmico y humano como único y verdadero Señor. Si existe actividad diabólica, ésta sería relativa y secundaria. Como le gusta decir al Papa Francisco, sólo Dios “primerea”.
Burgos, 20 Agosto 2019.