CAMBIO DE ÉPOCA EN LA IGLESIA
Un catolicismo en extinción
Un buen amigo se me acercó y me susurró al oído, entre misterioso y confidente, “¿Qué tal va la Iglesia? Mal, ¿verdad?”… Quedé sorprendido y sin palabras. Es evidente que no esperaba una contestación y tampoco era cuestión de defraudarle. Pues bien, a distancia y tras alguna que otra lectura y reflexión, trataré de ensayar una respuesta simple - ¿simplista? – y sin querer sentar cátedra. En todo caso, algo más matizada. Así lo espero.

Cambio de época

Vivimos no sólo una época de cambios sino un cambio de época”. Esta frase ha hecho fortuna. Desde hace un tiempo la leemos o escuchamos repetida como un eslogan y aplicada a distintos ámbitos sociales: educación, ciencia, economía, tecnología, demografía… Es un juego de palabras que, en su sencillez, nos lleva a valorar el presente y entrever el futuro. Marcando, eso sí, una diferencia notable: “una época de cambios” se refiere a aquellos que son parciales, previsibles y están a nuestro alcance; por el contrario, “el cambio de época” es global y nos sobrepasa. Alude a un futuro incierto en el que no se repetirán las soluciones del pasado, pero ignoramos qué nuevas metas nos aguardan.

La consabida frase se ha colado en el lenguaje eclesiástico, siendo utilizada frecuentemente por el Papa Francisco , proveniente de los documentos magisteriales latinoamericanos, en especial de Aparecida (33-34). Con ella nos referimos preferentemente a la realidad sociológica, afectada por las grandes transformaciones de nuestro tiempo. La expresión “cambio de época”, tal como se suele emplear, se dirige a la sociedad en su globalidad para designar un fenómeno exterior en sí a la misma Iglesia, pero que ésta ha de acoger e interpretar como signo de los tiempos, para descubrir el mensaje divino que encierra.

La intención de este artículo es la de demostrar humildemente que “el cambio de época” afecta no sólo a la sociedad sino a la Iglesia católica en su propia entraña. Un desafío que, como veremos, viene de lejos en la historia, ha ido madurando en su seno y le ha configurado hasta nuestros días.

Jesucristo, la Iglesia y el Catolicismo

La fe cristiana se desarrolla según el dinamismo de la encarnación, siguiendo estos tres pasos sucesivos e interconectados:

- La adhesión por la fe a la Persona viva de Jesús: esta relación personal se halla en el arranque, en el crecimiento y en la culminación de la vida de todos los cristianos.
- La incorporación a la Iglesia, que es la comunidad de los bautizados creyentes en Cristo, la cual, movida y guiada por el Espíritu, confiesa, celebra y encarna esta vida en el seno de la historia.
- El Catolicismo: los cristianos, por el dinamismo de su propia vida, generan un universo mental y estructural (doctrinas, normas morales, una concepción antropológica, una espiritualidad, unos ritos y unas instituciones), necesario para vivir coherentemente las propias creencias. Este sistema nacido de la genuina experiencia cristiana (al que aquí denominaremos “catolicismo”) se proyecta a la sociedad mediante el testimonio personal de los cristianos y la influencia de las estructuras de la Iglesia y de sus obras visibles.

Desde sus orígenes, en cada ciclo histórico de su vida, se han de implantar los tres pilares – Jesucristo, la Iglesia y el Catolicismo -  de forma estable y duradera. Ésta es premisa necesaria para que la fe se inserte en una cultura concreta, o en un área geográfica, o bien en el conjunto de la sociedad mundial. A esto nos referimos cuando hablamos de “época” en la historia de la Iglesia. Al periodo en que se mantiene la fe en Jesucristo en la comunidad eclesial apoyándose en un “sistema católico” determinado. Su duración, mayor o menor, no depende de las posibles fases de la historia civil, aunque haya una interconexión. El final de una “época” de la historia eclesial – y el comienzo de la siguiente- se produce cuando el tercer pilar se debilita, entra en descomposición y ya no sirve “ad intra” para expresar la fe de los creyentes en Jesucristo y para sostener su experiencia eclesial, y “ad extra”, para conectar con la sociedad y con las culturas circundantes  .

Si aceptamos esta tríada como marco conceptual, hemos de convenir que el deterioro e incluso la desaparición de un determinado catolicismo no implican ni la desaparición de la Iglesia ni, mucho menos, la anulación de la fe en Jesucristo. Sin embargo, tampoco es un episodio banal que no afecte a la vivencia de la fe o a la comprensión interna de la Iglesia en sus miembros y estructuras. Pues bien, el actual “catolicismo” hace tiempo que da síntomas de agotamiento. Vivimos unas condiciones internas y una proyección externa que podemos valorar como insostenibles. Señalemos de muestra tres fenómenos recientes.

La renuncia al pontificado de Benedicto XVI el 11 de febrero de 2013. Por su forma y circunstancias, es un hecho de incalculable gravedad histórica, que pone en cuestión un ejercicio del primado de Pedro y de la autoridad pontificia sobrevalorado en la vida eclesial. El Papa Benedicto, en un acto de realismo y humildad que la historia habrá de considerar, se baja del pedestal y somete al pontificado a las leyes de las realidades humanas contingentes, las que nos hacen a las personas discutibles y vulnerables, con nuestros aciertos y errores. Esta brecha abierta en la praxis del ministerio petrino no sólo no ha sido taponada cuidadosamente por su sucesor el Papa Francisco sino aprovechada y ampliada a veces de forma un tanto desconcertante.

La marea de los casos de abusos sexuales por parte de eclesiásticos. Los tristes hechos conocidos en los últimos años ponen de manifiesto que, por su número, por su persistencia en el tiempo y su amplitud geográfica y porque afectan a todos los rangos de la jerarquía eclesiástica, no son casos ni aislados ni inconexos. Forman parte del “sistema” que les encubre, les favorece y les disculpa. Un sistema perverso y pervertidor.

La nueva perspectiva moral de Amoris laetitia (2016). Este documento tan esperado y controvertido es mucho más de lo aireado por los medios de comunicación (los divorciados vueltos a casar, las polémicas de los eclesiásticos en desacuerdo…). En primer lugar, tras unas amplias consultas al pueblo de Dios y una asamblea sinodal a doble vuelta, la exhortación apostólica incide una vez más en la problemática familiar, una de las más tratadas por el magisterio pontificio y episcopal de las últimas décadas. ¿Por qué esta reiteración? Parece evidente que los planteamientos doctrinales al uso en materia de moral sexual y familiar no satisfacían las necesidades prácticas de los cristianos y constituían otra barrera más –e importante- a la hora de evangelizar a los alejados. Amoris laetitia intenta, por lo tanto, tender puentes doctrinales y pastorales entre la enseñanza tradicional y las prácticas asumidas por la mayoría sociológica. ¿Cómo hacerlo sin que la Iglesia se traicionara a sí misma? Subrayando la primacía de la conciencia del cristiano ante los innegables imperativos de la ley. Sin entrar, para ello, en la confrontación académica sino buscando su inspiración en el ejemplo del Señor, que es lo verdaderamente normativo para quien quiere ser su discípulo. Aparecen así nuevos parámetros (respeto de la persona, necesidad del discernimiento espiritual y del acompañamiento) incorporados internamente al acto moral y no como simples apoyos externos, según se aconsejaba clásicamente. Este planteamiento no es fácil de comprender y poner en práctica. De ahí, la sorprendente insistencia del papa Francisco en el sacramento de la confesión como ejercicio de la misericordia y no del juicio legal.

Tenemos, pues, tres puntales del sistema que se tambalean. Ello no quiere decir que el pontificado romano o la moral sexual y familiar vayan a desaparecer de la estructura y la enseñanza de la Iglesia. Son bienes imperecederos. Pero su configuración dentro del catolicismo actual ha quedado tocada, sometida a revisión y a cambios profundos. Estos tres no son los únicos. Otros tantos puntales se han visto resentidos y aún no se han repuesto. Pero estos tres pueden ser el detonante de una explosión que haga saltar por los aires al sistema en su conjunto.

¿Desde la Contrarreforma tridentina?

El actual catolicismo no viene de ayer sino que tiene unas profundas y lejanas raíces históricas. Es bastante común entre los analistas e historiadores de la Iglesia católica remontarse hasta la llamada Contrarreforma (siglo XVI). Como esquema interpretativo, nos apuntamos a esta teoría.

Siguiendo la imagen anterior, Lutero (1483-1546) fue el artificiero que activó la carga explosiva que acabó de derribar el sistema tardomedieval ya carcomido por dentro. Como siempre, fue necesario un detonante. Este papel lo jugó la predicación de las indulgencias  . No era el mayor entre los muchos escándalos de la Iglesia de la época. Pero ofrecía un perfil altamente representativo, en él confluían todos los demás (el Papado autoritario y corrupto, las riquezas eclesiásticas, la estética ostentosa en ropajes y construcciones, el desprecio del pueblo y la manipulación del dogma…). Por eso sirvió perfectamente para que Lutero prendiera la mecha. No se limitó a reformar la Iglesia sino que, desde unas convicciones creyentes excluyentes (sola Fides… sola Scriptura), creó un sistema eclesial paralelo y alternativo. Una vez consumada la ruptura, rotos los puentes con la Iglesia de Roma, ésta tenía que reaccionar. No sólo contra Lutero y sus secuaces sino contra sus propios delitos e infidelidades. Tal era el anhelo de numerosos católicos conscientes del desastre y de esto se encargó el Concilio de Trento (1545-1563). Se trataba nada menos que de crear ex novo un “sistema católico”, que le devolviera a la iglesia una conciencia positiva de su identidad, con sus creencias dogmáticas bien asentadas, su ejemplaridad moral, una espiritualidad sólida, la elección y formación de sus pastores y la presencia benefactora de la Iglesia en la sociedad y, en especial, en el pueblo sencillo, confundido y escandalizado por los pecados de sus jerarcas. La cristiandad salida de la ruptura ya no será unitaria, ni el Papa el soberano universal requerido como árbitro en todos los conflictos. Éste tendrá que repartirse su influencia en los estados europeos con unos intrusos salidos de sus filas, los reformadores y sus protectores. Un nuevo mundo surgía (máxime, después del azaroso descubrimiento de América) con el beneplácito eclesiástico o contra él. Desde entonces, las tensas relaciones de la Iglesia con la modernidad serán una cuestión permanente hasta nuestros días.

Sistema cerrado, sistema abierto

Se le presentaba a la Iglesia un camino de purificación y de creatividad en el que no le faltó la prometida asistencia del Espíritu. En primer lugar, para resituar su centro espiritual en las virtudes teologales –en especial, la fe- cuestionadas por la reforma luterana. El misterio del Dios de Jesucristo había de ocupar el lugar que nunca debió de perder y que se había salvaguardado celosamente en algunos rincones de la vida monástica. En Trento se reafirmó el Credo Niceno-constantinopolitano y las fuentes de la revelación: la Sagrada Escritura junto con la Tradición bajo la guía del Magisterio jerárquico. Pero el camino de la recuperación espiritual de los fieles no sería la lectura creyente de la Palabra de Dios, terreno ocupado por los reformadores; ni, por lo tanto, el encuentro personal con el Cristo de los evangelios y el seguimiento del discípulo. Este puntal básico fue remplazado por las devociones cristológicas y marianas, el culto a los santos, las apariciones y las revelaciones privadas, la religiosidad popular, la práctica de la oración, la predicación de los pastores y una revalorización de los sacramentos, en especial de la Penitencia y la Eucaristía. Tenemos, pues, un núcleo religioso potente, pero no cristocéntrico ni articulado. De él cabía esperar un reforzamiento del cristianismo pero no una etapa viva de la historia de la salvación.

En segundo lugar, y en conformidad con este centro espiritual, se desarrolla la vida de la Iglesia en la época barroca. El Concilio de Trento fue la obra monumental que configuraría la doctrina y la disciplina eclesiales de cara a la próxima singladura. Para su puesta en práctica, la reforma tridentina contó con cardenales y obispos convencidos y llenos de celo reformador (al estilo de San Carlos Borromeo) y con el impulso de antiguas congregaciones religiosas reformadas (carmelitas) o de poderosas fundaciones de reciente creación (jesuitas). La vida interna de la Iglesia se ve reforzada en su Liturgia (queda fijada la doctrina sobre los Sacramentos y se promueve una edición del Misal romano y del Breviario) y en su enseñanza (el Catecismo romano y demás catecismos que de él derivan). La reforma llega a las estructuras de gobierno (revalorización espiritual e institucional del Papado, elevación de las costumbres de los obispos y del clero, elección de los candidatos y formación en los seminarios…). La Iglesia crece en vocaciones sacerdotales y religiosas; en obras misionales, caritativas y educativas.

Esta reforma o “contrarreforma”, según se mire, pronto va generando un catolicismo con un perfil propio. Si tuviéramos que escoger un solo adjetivo para calificarlo, éste sería “cerrado”. Es un sistema eficaz y protector de puertas adentro, pero nocivo de puertas afuera. Refuerza la identidad cristiana de los fieles, su sentido de pertenencia a la Iglesia, les proporciona certezas doctrinales, morales y litúrgicas. Las reglas disciplinares vuelven a estar claras; hay orden en la casa. La cristiandad (ya tristemente dividida) se proyecta de nuevo como la “sociedad perfecta”, ejemplar y con pretensiones hegemónicas. Pero la sociedad real se va diversificando y alejando de esta “perfección” eclesiástica. En las áreas de influencia protestante está en alza un valor clave vedado en el área católica, la libertad, que irá pasando del ámbito religioso al político, mercantil, científico y filosófico. La bandera de la libertad de pensamiento y de mercado se alza en una Europa emergente. Pero desde nuestro catolicismo sólo recibirá sospechas  y condenas. Hacia dentro, la exaltación de la libertad produce el efecto contrario: mayor cerrazón y autoritarismo. Posteriormente, otros valores importantes se irán desgajando del tronco común: la justicia social, la soberanía popular, la ciencia experimental… Los grandes baluartes de la modernidad son combatidos o ignorados por la Iglesia de la Contrarreforma.

Pasada la mitad del S. XX, el Concilio Vaticano II (1962-1965) ensaya un “Sistema abierto”, saliendo al encuentro del nuevo mundo con un talanterenovado bajo el santo y seña del “diálogo”. Esta revolución del Espíritu venía ya preparada desde finales del S XIX.

-    La enseñanza pontificia había abordado positivamente la cuestión social.
-    Los grandes desastres de las guerras mundiales habían sembrado el descrédito hacia las ideologías totalitarias y abierto los corazones a un nuevo humanismo sin trincheras. Más adelante, cuando terminen de caer los muros y se redefinan las fronteras de los pueblos, ¿qué sentido puede tener una Iglesia a la defensiva y dividida en confesiones enfrentadas o que se ignoran?
-    Los sufridos ciudadanos de la vieja Europa hablaban por fin un lenguaje común, el de las duras experiencias vividas. En cambio, el de los viejos manuales escolásticos y el de la doctrina abstracta y racional de los clérigos no sólo era un lenguaje incomprensible para la gente (lo había sido siempre) sino un obstáculo para entender a los demás y poder compartir las propias convicciones. ¡Había que renovar la Teología, volviendo a las fuentes bíblicas, patrísticas y espirituales olvidadas!
-    En la posguerra un mundo emerge sin referencias propiamente religiosas, un mundo descreído y secularizado que intenta reconstruirse sin tutelas de arriba. ¡Sólo le puede conmover la fraternidad sincera, de igual a igual, como signo de un Dios cercano y misericordioso!

El Concilio Vaticano II trató de responder valientemente a estos requerimientos. Ofreció una espiritualidad cristocéntrica, bíblica y litúrgica. Optó por una eclesiología de comunión, revalorizando la condición de los bautizados. Se abrió a los problemas reales de la humanidad. Pero no llegó a generar el correspondiente y deseable “catolicismo”. Elementos muy válidos no faltaron en todos los órdenes, sin que se diera el vuelco. Algo impidió pasar página y abrir una nueva etapa de la historia de la Iglesia. ¿Qué?

El “fracaso” del Concilio

Se ha repetido hasta la saciedad que el Concilio Vaticano II fue una iniciativa del Espíritu, un nuevo Pentecostés. Medio siglo después de su conclusión, son innegables sus frutos en todos los órdenes de la vida cristiana y eclesial. ¿Por qué hablar de “fracaso”, en qué sentido? ¿Acaso no se creó, a raíz del Concilio, lo que hemos denominado un “sistema abierto”? Habría que ser muy ciego para no verlo. Pero el “sistema cerrado” de la vieja cristiandad fue siempre muy potente y nunca se extinguió del todo. Ya en la preparación del Concilio se manifestó con virulencia y, posteriormente, en su recepción, continuó remando en sentido contrario al espíritu y propuestas conciliares. El pequeño cisma lefevriano volvió a suscitar los temores de una nueva fragmentación de la Iglesia. Algunos despistes en el “diálogo” con el mundo levantaron las viejas cuestiones de la relación entre el orden temporal y el espiritual, entre la Iglesia y la política, entre el Evangelio y la revolución, entre los católicos y los miembros de otras iglesias y religiones. El crecimiento de las secularizaciones sacerdotales y religiosas y la incipiente caída de las vocaciones se interpretaron de manera unilateral culpando de ello a las “aperturas” conciliares. En resumen, en lugar de acoger en espíritu de conversión sus enseñanzas y disposiciones se prefirió “pactar” con el catolicismo preconciliar buscando, quizás con buena intención, una coexistencia pacífica… De hecho, un híbrido imposible. Década tras década, el sistema abierto y el cerrado se contrarrestaban con mayor o menor evidencia, de suerte que los avances (teológicos, litúrgicos, pastorales) del uno pronto los recuperaba el otro. Quizás se evitó un cisma o una guerra abierta, pero el precio pagado por este pacto de coexistencia no ha sido pequeño. Se ha saldado con un debe de cansancio, desilusión, pereza y falta de esperanza. Se han gastado cincuenta años sin que la renovación de la Iglesia pudiera cuajar en un “sistema abierto”, dinámico, obediente al Espíritu y a los signos de los tiempos. A esta falta de vitalidad interna en la Iglesia se corresponde la creciente indiferencia religiosa de la sociedad. ¿En qué medida y con qué relación causa-efecto? No es fácil analizarlo en pocas palabras. En todo caso es un movimiento bidireccional, en el que todo se entrecruza. El hecho es que a día de hoy persisten los residuos del sistema tridentino (¡en todos los órdenes y ahora sin careta!) y no se ha consolidado el catolicismo posconciliar. Han bastado dos o tres episodios graves para que todo se caiga, como un castillo de naipes. ¿Todo?

¡No se dejen robar la esperanza!

Lo repite con insistencia el Papa Francisco. Por algo será. Una llamada necesaria y urgente, pero que suena a voluntarismo. Estamos en una encrucijada dificultosa: una Iglesia sin esperanza no puede ser al mismo tiempo una Iglesia misionera y en salida. Los datos sociológicos son incuestionables (parroquias envejecidas, templos semivacíos, las vocaciones en continuo descenso, la juventud ausente, los intelectuales y los medios en permanente labor de zapa). La nave de Cristo está en medio del lago sin grandes tormentas (por ahora), pero sin avanzar. No sólo por falta de viento sino porque la oscuridad nos rodea y los unos no nos fiamos de los otros. Sin seguridad en el rumbo a seguir, ¿cómo vamos a navegar todos decididamente en la misma dirección?

Algo, sin embargo, se va clarificando. ¿Quiénes son los “ladrones” de la esperanza? Después de los últimos episodios eclesiales ya no podemos seguir señalando a los enemigos exteriores como los únicos o principales causantes (campañas orquestadas, sociedades secretas, conspiraciones varias…). Los “ladrones” estamos dentro y tenemos mucho que ver con el dogmatismo y la hipocresía de aquellos grupos que se opusieron a Jesús (¡”el sistema judío”!). De poco valdría jugar a buscarle identificaciones actuales. En cambio, sí merece la pena señalar en positivo a aquellas personas y obras del anteconcilio y del posconcilio que, a lo largo de casi un siglo, demostraron que no eran unos subversivos peligrosos sino unos hijos fieles de la Iglesia. El tiempo y el cielo les han dado la razón. Si en su día se les hubiera prestado el crédito tardío del que hoy gozan, quizás tendríamos ahora una Iglesia de bautizados, comunitaria y misionera. Esa Iglesia en salida, preparada para seguir evangelizando. “Una Iglesia que sea un vivo testimonio de verdad y libertad, de paz y justicia, para que todos los hombres se animen con una nueva esperanza” (Plegaria eucarística D IV).

Recomenzar
La historia de la salvación está hecha de “recomienzos” sucesivos. Jamás, volverá hacia atrás en busca de un paraíso perdido. “He aquí que hago algo nuevo, ahora acontece; ¿no lo percibís?” (Is 43, 19)   Cuando una etapa se agota, bien sea porque se malogró o bien porque dio de sí lo que debía, Dios dirige a su pueblo hacia adelante por el áspero desierto de la historia, para descubrir “nuevos cielos y nuevas tierras”. Se trata de una aventura teologal. Dios es el protagonista de la marcha caminando al frente de su pueblo. La plenitud de la salvación nos aguarda en el futuro; las promesas de Dios son irrevocables.

Para recomenzar, sí, hay que adentrarse en el desierto. Sin masoquismo, hemos de aceptar la purificación. No como un castigo divino por nuestra mala conducta sino como una premisa necesaria para afrontar la nueva etapa con docilidad y libertad de espíritu, “sin bordón, ni alforja, ni pan, ni dinero; ni dos túnicas…” (Lc 9,3). Nada que nos ate al pasado, ni material ni espiritualmente. Entramos en una época de discernimiento colectivo, en la que hay que dejarle a Dios la iniciativa: que sea Él quien haga el balance de lo que hay que retirar y lo que se haya de guardar de nuestro pasado eclesial. Pocos o muchos, mayores o jóvenes, los cristianos actuales hemos de preguntarnos por lo que Dios nos pide en una suerte de “ejercicios espirituales ignacianos” practicados a la medida de cada cual. Olvidemos ya definitivamente las militancias irreductibles y salgamos humildemente al camino ligeros de equipaje.

Recordemos la triada expuesta al comienzo. Lo primero, hemos de ir de nuevo al encuentro de Jesucristo para redescubrir en Él el centro espiritual de nuestra vida, el cimiento, la primera piedra sobre la que podremos construir la Iglesia del futuro. El don de la fe que Dios nos da tiene un objetivo bien preciso: entablar una relación personal con el Cristo viviente, “conocerlo a Él y el poder de su resurrección” (Fil 3,10). ¡Hagámonos sus discípulos y podremos ser sus misioneros! A los cristianos de hoy quizás Dios nos llame, como en su día a san Francisco de Asís, a “volver al santo Evangelio para hacer de él la regla de nuestra vida”. A lo vivo, sin glosas ni teologías (vendrán en su momento y al servicio de la experiencia fundacional). Necesitamos formular un núcleo cristiano sencillo, al alcance de todos; coherente y sin dispersiones inútiles, en el que resalte lo primario por delante de lo secundario.

La iglesia que ha de permanecer según la promesa del Señor, será ante todo una red de comunidades de bautizados, de cristianos que han hallado en el Señor al Tesoro de sus vidas y le siguen por doquiera discurra el camino de la historia. Las circunstancias serán cambiantes; será alabada o perseguida, pero “Jesucristo será el mismo ayer, hoy y mañana” (Hb 13,8). Como los primeros cristianos, los actuales serán los hombres y mujeres vinculados libremente a una persona, Jesucristo, no a una ideología o a una institución. No les importará tanto el número o su relevancia social como la fidelidad al Maestro. Son el “pequeño resto” de creyentes con el que el Padre puede seguir obrando “maravillas”, como lo hiciera con María. El Reino de Dios, del que la Iglesia es fermento principal, se desarrolla no según los cálculos humanos sino según los dinamismos paradójicos del Espíritu: lo poco se hace mucho, lo pequeño se hace grande, la estéril y envejecida da a luz a muchos hijos... La estructura básica de esta Iglesia ha de ser la que conocemos por los Hechos (2,42; 4,32): una comunidad de fe en Cristo siguiendo las enseñanzas apostólicas, una comunidad de oración, una comunidad eucarística en la fracción del pan, una comunidad de vida y de bienes. Esta estructura no proporciona sólo la identidad y la cohesión interior de sus miembros sino que asegura su dinamismo hacia afuera. Las pequeñas comunidades, así constituidas, ofrecen al mundo una novedad expansiva por sí misma.

¿Un nuevo
Catolicismo?

El “sistema” es necesario, pero posterior a la configuración que vaya adquiriendo la Iglesia. Es la obra paciente del Espíritu en el tiempo. Mientras se van alzando los nuevos puntales, se puede vivir en la precariedad y la sencillez, como a la intemperie, utilizando tan solo aquellos elementos que han sobrevivido a la crisis. Aventuremos algunos ejemplos.

-    Una Iglesia sinodal, en camino, sin protagonismos paralizantes.
-    Un laicado de hombres y mujeres creyentes en Cristo, en igualdad de dignidad y responsabilidades, estrechamente vinculados a la Iglesia y al mundo actual.
-    Un ejercicio del Magisterio que se pone a la escucha de la fe del Pueblo de Dios en las circunstancias cambiantes de la historia. Sin olvidar la recta enseñanza del depósito, su servicio principal ha de ser la iluminación y el discernimiento, para evitar bloqueos y errores en la marcha común.
-    Un desempeño del ministerio apostólico (Papa, obispos, presbíteros y diáconos) cada vez más reducido a lo esencial propio: “la oración y el servicio de la Palabra” (Hch 6,4). Con un gobierno más colegial y menos personalista.
-    Una pluralidad de carismas suscitados por el Espíritu, que se someten al discernimiento de la Iglesia “para no correr en vano” (Gal 2,2), es decir, a su aire.
-    Opción preferencial por el cuidado de la naturaleza y la atención a los pobres, como integrante del mandato del Creador.

Podríamos seguir enumerando algunos más, pero, en todo caso, se trata de mostrar cuáles son los bienes recibidos de Dios en la Iglesia e incorporados a su vida con un carácter irreversible y estructural. Los demás elementos del “catolicismo” que se añadan posteriormente, han de respetarlos y desarrollarlos, pero no sustituirlos. ¿Qué faltaría, entonces, para completarlo?

-    Un “corpus” doctrinal mejor trabado, donde cada verdad encuentre su entronque en el Evangelio y en el misterio cristiano según su propio rango de importancia. No necesariamente un nuevo “Catecismo”, aunque bien pudiera ser un “vademecum” o guía catecumenal, con un sentido dinámico, que permita conducir procesos crecientes de vida cristiana.
-    Una reorientación de la norma moral que vaya de acuerdo con las experiencias cristianas del apartado anterior, con un sentido de descubrimiento progresivo y libre y no de imposición externa al sujeto.
-    Una liturgia y vida sacramental que sea un ejercicio del encuentro personal con Cristo y con los hermanos.
-    Una espiritualidad que dé prioridad a la relación con Dios en su diversidad y riqueza trinitaria; que sitúe en un lugar eminente a la piedad mariana y dé un puesto subsidiario al resto de devociones particulares.
-    Un encuentro personal con Jesucristo en los diversos “lugares” señalados por la revelación cristiana: la Eucaristía, la lectura de la Palabra, las personas de los pobres, los discípulos y los niños, la oración en común… En este caso, la diversidad de “lugares” no es dispersión sino mayor crecimiento.
-    Un testimonio de “fraternidad” en medio del mundo, como servicio a los hombres y ofrecimiento de encuentro y de amistad.
-    Una reorientación de las obras sociales y educativas de la Iglesia desde y para esta fraternidad, creando en plena sociedad “islas” de comunión y solidaridad con marchamo propio.

¿Cómo será el futuro?

En los últimos cincuenta años “la época de cambios” no ha colmado los objetivos deseados. Que la Iglesia tenía que acometer una serie de ellos y a todos los niveles, era un sentir avalado por el Concilio. Pero, en buena medida, no se hicieron bien. Una mentalidad superficial, al aire de los tiempos del famoso “Mayo del 68”, llevó a actuar como si haciendo lo contrario de cuanto estaba mal, automáticamente se produciría toda clase de bienes. Y lo que trajo fue revanchismo y mayor endurecimiento de posiciones. El aire del Espíritu, en cambio, es más sutil y menos visible. Transforma las realidades de dentro a fuera, cambiando los corazones antes que las normas y los comportamientos.

Los males de la Iglesia actual, que venimos describiendo, no se arreglan, en general, con más “cambios” (por supuesto, alguno será necesario). El Papa Francisco en su documento programático Evangelii Gaudium (2013) no propone exactamente una reforma de la Iglesia ni una especie de “plan de pastoral” global para los próximos años sino una llamada a la “conversión pastoral”. Lo que va por delante es el sustantivo “conversión”, es decir, una vuelta hacia Dios, personal y comunitaria, y, como tal, abarca todas las dimensiones de la condición humana. Pero el adjetivo “pastoral”, que acompaña al sustantivo, nos está indicando una prioridad. La conversión no se queda en lo íntimo de la conciencia sino que se dirige a la misión. Se trata de poner cuanto ya existe en la Iglesia – personas e instituciones – en orden hacia la evangelización en el mundo de hoy. “Una decidida salida hacia los que están abandonados y alejados, los que no están, los que no forman parte de nuestras comunidades” (Mons Víctor-Manuel Fernández). Habrá que aprovechar los recursos existentes y crear otros nuevos; todo ello, con una conciencia humilde. La de Pedro y los apóstoles después de toda una noche sin haber pescado nada, “si Tú lo dices, echaré las redes” (Lc 5,5; Jn 21,3). Su respuesta a la invitación del Maestro no es una aceptación resignada o escéptica. Si se hubieran obcecado en lo negativo (la huída de los peces, las malas condiciones del lago, la noche…), quizás habrían echado las redes una vez más, pero de forma mecánica y sin esperar resultados. Jesús les tenía reservado algo sorprendente. No se trataba sólo de una captura superabundante: ésta no era sino el preludio de otra pesca insospechada. Ya no de peces… sino de hombres.

La desproporción entre nuestros esfuerzos y los resultados pastorales es tan evidente que sólo cabe esperar “un cambio de época” en la Iglesia de la mano del Señor. Habrá que salir a pescar todos los días, pero la tendencia no cambiará por el voluntarismo ni por los ensayos continuos. Para ir creando pacientemente un nuevo “catolicismo”, que nos dé empuje y esperanza a los de casa y atraiga a los de fuera, hemos de trabajar juntos en la misma barca con el Señor a bordo. Si es verdaderamente “católico”, será abierto e integrador por sí mismo, sin ambigüedades ni estrategias. Un sistema capaz de asimilar las aspiraciones humanas, religiosas y espirituales más diversas; y, en sentido inverso, capaz de dejarse enseñar y modelar por las realidades sociales y los signos de los tiempos. Sin prisas ni ansiedades. “Un cambio de época” ha de venir con las características de las parábolas del Reino. Los frutos auténticos maduran lentamente.


   ¿EXISTE EL DIABLO? 

La pregunta no es nueva. Resulta retórica y gastada. Y las respuestas que se dan, desde el bando católico, son las consabidas, que, con sus matices, se resumen en dos: el diablo es un ser “personal”, o bien un personaje “simbólico”. Y de ahí no salimos. Pero, de vez en cuando, los escritos o las declaraciones de alguna alta personalidad de la Iglesia inciden en el tema y vuelven a agitar la polémica mediática. Y unos cuantos nos vemos “tentados” a dar nuestra opinión (¿quién nos mandará?).

Procedamos de lo más firme a lo más discutible. La existencia del diablo (en sus muchas denominaciones) es una afirmación sostenida en la Biblia, en la Liturgia y en el Magisterio de la Iglesia. Su carácter personal tampoco está en cuestión en los documentos oficiales. Sin embargo, ¿caben interpretaciones que satisfagan otros planteamientos?

En general, ¿por qué no se cree en la existencia del diablo? ¿Se debe tan solo a la debilitación de las creencias cristianas en nuestras sociedades occidentales?

Para una mentalidad muy extendida entre nuestros contemporáneos, los “misterios” de la fe, o bien son “experimentables” de alguna forma en nuestra existencia cotidiana, es decir, tienen una efectividad práctica; o, de lo contrario, se les relega al limbo de lo no real, o al vestuario folklórico, o directamente al olvido. Sin dejar de ser “misterios”, han de tener una relevancia personal y social.

¿El diablo la tiene? Sí, claro, se dan los fenómenos de posesión y sus correspondientes ritos y exorcismos. También, según épocas y culturas, se achacan diversos hechos paranormales a la supuesta intervención diabólica. La gente sencilla y sin instrucción es muy sensible a este tipo de creencias. Existe además el satanismo y las sectas que lo practican… Pero, todos ellos sumados, no dejan de ser fenómenos raros, es decir poco frecuentes y de valoración dudosa. ¿Son suficientes en número y en entidad para que la gente se tome en serio la existencia del diablo?... Lue
el diablo?... Luego, estaría su influencia espiritual, admitida por numerosas personas de fe cultivada. Pero, ¿esta influencia nociva se podría explicar igualmente sin que se atribuya al diablo una actividad directa y personal? En el fondo, para llevar una vida digna y honesta, ¿da lo mismo que exista o que no?

El diablo y el origen del pecado

Con la lectura bíblica del Génesis nos remontamos a los orígenes de la humanidad en su relación con Dios. Ésta es creada en gracia y santidad, pero no impecable. La prueba es que, ya en los albores de la creación, la posibilidad del pecado se hizo realidad. La “pecabilidad” es el reverso negativo del designio positivo de Dios para con el hombre creado ”a su imagen y semejanza” como un ser libre y capaz de crecer en plenitud; es decir, ser autor de la propia vida y del desarrollo de la creación. Se le encomienda una obra de colaboración con el Creador, en contacto personal con él y con el resto de la creaturas. Esta capacidad de libertad y de autotranscendencia le lleva a lo más grande y divino que se da en el hombre, vivir en el amor: una relación de reciprocidad y complementariedad que se manifiesta en la primera pareja con un proyecto común libremente asumido y realizado. (Los “robots” son buenos ejecutores, pero no pueden amar).

Al leer detenidamente el famoso relato del “árbol del bien y del mal” (Gn 2,15-17) no es exagerado concluir que el primer “tentador” del hombre es el mismo Dios. Queriendo ser pedagógico con su creatura, “le induce a la tentación” de tres maneras:

-    Le hace consciente de los límites de su persona y de su tarea. No es divino ni omnipotente sino contingente y frágil.
-    Le somete a la prescripción “No comerás”, en forma de prohibición. Ésta le preserva al hombre de dar un paso equivocado, pero habrá de aceptar que en lo sucesivo es un ser tutelado por la ley moral.
-    Le señala la sanción “…Morirás”. La responsabilidad del hombre, aunque no absoluta, puede llegar hasta hacer fracasar el plan de Dios a fuerza de cometer errores.
go, estaría su influencia espiritual, admitida por numerosas personas de fe cultivada. Pero, ¿esta influencia nociva se podría explicar igualmente sin que se atribuya al diablo una actividad directa y personal? En el fondo, para llevar una vida digna y honesta, ¿da lo mismo que exista o que no?

El diablo y el origen del pecado

Con la lectura bíblica del Génesis nos remontamos a los orígenes de la humanidad en su relación con Dios. Ésta es creada en gracia y santidad, pero no impecable. La prueba es que, ya en los albores de la creación, la posibilidad del pecado se hizo realidad. La “pecabilidad” es el reverso negativo del designio positivo de Dios para con el hombre creado ”a su imagen y semejanza” como un ser libre y capaz de crecer en plenitud; es decir, ser autor de la propia vida y del desarrollo de la creación. Se le encomienda una obra de colaboración con el Creador, en contacto personal con él y con el resto de la creaturas. Esta capacidad de libertad y de autotranscendencia le lleva a lo más grande y divino que se da en el hombre, vivir en el amor: una relación de reciprocidad y complementariedad que se manifiesta en la primera pareja con un proyecto común libremente asumido y realizado. (Los “robots” son buenos ejecutores, pero no pueden amar).

Al leer detenidamente el famoso relato del “árbol del bien y del mal” (Gn 2,15-17) no es exagerado concluir que el primer “tentador” del hombre es el mismo Dios. Queriendo ser pedagógico con su creatura, “le induce a la tentación” de tres maneras:

-    Le hace consciente de los límites de su persona y de su tarea. No es divino ni omnipotente sino contingente y frágil.
-    Le somete a la prescripción “No comerás”, en forma de prohibición. Ésta le preserva al hombre de dar un paso equivocado, pero habrá de aceptar que en lo sucesivo es un ser tutelado por la ley moral.
-    Le señala la sanción “…Morirás”. La responsabilidad del hombre, aunque no absoluta, puede llegar hasta hacer fracasar el plan de Dios a fuerza de cometer errores.

Hasta este momento, todo era gozo y felicidad en su relación con Dios y con el cosmos (según la imagen del paraíso). Pero Dios da un paso al frente y propone a la pareja fundadora un “juego” hasta entonces desconocido: la prueba del árbol prohibido. No es un signo de desconfianza de Dios para con sus creaturas sino una invitación a progresar en su autoconocimiento. Dios les propone el estreno real de un régimen de libertad, en el que hay que elegir entre distintos caminos de realización. A Adán y Eva no se les veta el conocimiento del bien y del mal. Pero éste es exclusivo de Dios y de él lo han de recibir con obediencia y gratitud. Si se lo arrebatan por las bravas, este conocimiento será mortífero. A pesar de todas las cautelas y advertencias, Dios, respetuoso del gran bien de la libertad, no podrá impedir que un camino alternativo se abra a los ojos de Adán y Eva, el de la transgresión.

Sentadas estas premisas, Adán y Eva podían haber perdido la inocencia y dado el paso sin necesidad de “la serpiente”. Cometida la transgresión, se abre una “historia de autocondena y de muerte”, contraria al proyecto del Creador. Comienza el imperio del mal. Cada pecado incita al siguiente y le hace más fuerte, más dueño de nuestra libertad. Sin una nueva “recreación” por parte de Dios, la obra encomendada a la humanidad regresará hacia atrás, hacia el caos primigenio. Tras el pecado, Adán y Eva transforman las relaciones amorosas en esclavitud mutua y el "paraíso" da paso a un mundo inhóspito donde se experimentan nuevos y desconocidos sufrimientos (Gn 3 y 4).

Dios pone en marcha un “plan B”, para que la historia siga adelante como “historia de salvación”, pero ya no se volverá a la inocencia, a la casilla de partida. La historia proseguirá con esfuerzo y riesgo su evolución creciente hacia el culmen. El pecado estará presente sin remedio en cada recodo del camino poniendo trabas y dificultades. A cada paso dado hacia adelante, el pecado revestirá formas nuevas y sorprendentes, de suerte que el aprendizaje de los errores del pasado apenas servirá para eludir las trampas del presente. Anidado en las personas y en las estructuras, sorprenderá a cada generación, a cada pueblo, a cada individuo. El pecado cometido es siempre tramposo: se le conoce tarde, cuando ya ha hecho el daño.

En la historia bíblica queda claro que son Adán y Eva los autores de su caída. No hay nada en la creación original ni, mucho menos, en su hacedor que lleve por sí mismo al pecado. La tradición bíblica se desmarca de cualquier maniqueísmo que atribuya la existencia del universo a un doble principio: bueno y malo.

Según esta lectura somera, la figura diabólica no sería necesaria para explicar el origen del pecado y sus consecuencias. Tras Adán y Eva, sus herederos afectados por el “pecado original” (personal y estructural) nos hacemos los “tentadores” unos de otros. ¿Cabría entonces la interpretación minimalista del diablo como “símbolo representativo” de la presencia y actuación del mal en la historia?

El papel de la serpiente (Gn 3,1-5)

La serpiente no es, pues, la culpable del primer pecado, como si, sin su concurso, Adán y Eva hubieran permanecido inocentes. La autoría del tentador, como desencadenante del pecado, responde a la interpretación digamos clásica, que busca la doble ventaja: disculpar a Dios de cualquier complicidad en la caída y disculpar, de paso, a nuestros padres. La responsabilidad primera y principal recaería en la serpiente. Pero, a poco que la examinemos, esta hipótesis crea más inconvenientes que soluciones. La serpiente tentadora ¿sería dueña del mal absoluto, de un poder maligno opuesto simétricamente al del Dios bueno? Volveríamos, en tal supuesto, al maniqueísmo rechazado siempre por la Iglesia. La serpiente bíblica (más adelante, con los nombres del demonio, el diablo, Luzbel, Satanás…) es una creatura, por lo tanto limitada; nacida buena, como el conjunto de la obra divina. Desplazar hacia ella la responsabilidad de un desastre tan descomunal, no deja de ser excesivo. Y, además, una explicación inútil. ¿De dónde le vendría su astuta maldad? ¿Sería la serpiente “un tentador a su vez tentado”? Abrimos entonces una cadena de causalidades sin fin: algo innecesario e ineficaz. Pero, si es un ser creado bueno que por sí solo se pervierte, algún tipo de “responsabilidad” tiene Aquel que lo creó con esa capacidad. De nuevo nos topamos con el misterio de la libertad, que es un bien mayor que su derivada secundaria, la “pecabilidad”.

Entonces, ¿la serpiente sería tan solo un personaje cultural, que le serviría al autor sagrado para dar más viveza al relato, sin añadir algo substancial? ¿No tiene un papel teológico distinto de su utilidad literaria? Parece lógico que sí. Sin salir de los datos del Génesis, podemos reconocer un papel propio a la serpiente en la escena del pecado, con los siguientes rasgos:

-    Abre el camino a la transgresión reforzando exageradamente las apetencias de plenitud que habitan en el interior del ser humano y que apuntan hacia el objetivo último asignado por el Creador: “seréis dioses” (Cf Jn 10,34-35), hijos de Dios en Cristo. Pero les confunde el camino, presentándoles una alternativa más rápida y estimulante para su realización: hacerse dioses ya y ahora, sin depender de Dios. En definitiva, niega el carácter procesual y evolutivo de la condición humana.
-    Siembra la duda y la desconfianza hacia Dios, apoyándose en la misma ley divina para ridiculizarla. “¿Cómo es que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?”. (Modifica astutamente la formulación de la ley, para hacerla más arbitraria y odiosa).
-    Trastrueca los papeles. Dios es aquí el que engaña, por envidia del posible poder de sus creaturas. La serpiente aparece como sabia y razonable, consejera desinteresada de la humanidad para su bien.
-    Invita finalmente a la desobediencia, dándole un carácter épico y triunfador. ”¡No moriréis!”. Se trata claramente de vencer a Dios empleando sus mismas armas. Una victoria que, de momento, no busca cortar por completo la relación con Dios sino rebajarlo al servicio del hombre endiosado.

Estos rasgos se reproducen y amplifican a lo largo de la Escritura. Los vemos en toda su crudeza en el episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto. Se reconocen en la experiencia cristiana de los creyentes (sin fe en Jesucristo, no se puede admitir la existencia del demonio, su enemigo; a lo sumo, caben supersticiones y temores irracionales que lo toman como pretexto).

En consecuencia

Se podría pensar en el demonio según el “perfil bajo”, como  “símbolo” de nuestra propia capacidad de tentarnos hacia el mal y de engañarnos mutuamente; como  “símbolo” de nuestra complicidad con nuestras propias pasiones y con la fragilidad a la que nos someten nuestros pecados (la concupiscencia).

Sin embargo, atendiendo a la mentalidad actual, no faltarían motivos serios para creer en la existencia del diablo según el “perfil alto”, el que ha seguido la interpretación clásica de la Iglesia. La existencia de un diablo distinto y personal da sentido y explicación a algo que, en la hipótesis anterior, quedaría en el aire:

-    Los excesos del mal. La existencia del diablo podría explicar la maldad retorcida de las personalidades perversas, los verdugos de la humanidad; el sufrimiento sádico y gratuito, sobre todo el que se inflige contra los pobres y los inocentes. Ese mal excesivo no encuentra explicaciones racionales. Puro odio sin causa, puro sufrimiento sin provecho alguno. Ese mal es de otro orden distinto del “normal”; supera los daños siempre limitados que nos podemos hacer los unos a los otros. Sólo una intervención divina podrá someterlo. Ya en el Génesis, la descendencia de la mujer vencerá a la astuta serpiente, a la que San Ignacio de Loyola denomina “enemigo de la natura humana”. El exceso del mal encuentra su antídoto únicamente en el exceso del bien.


-    El odio de Dios. El escándalo mutuo, las ambiciones  y el mal estructural podrían explicar la gran mayoría de los desastres causados por mano del hombre en todos los órdenes de la existencia. Pero, ¿por qué se da una especial inquina en el orden religioso? ¿De dónde surge ese rencor hacia lo divino y sus manifestaciones? Las persecuciones y matanzas de los creyentes, tan solo por el hecho de serlo, ¿no son el síntoma de un odio desproporcionado y selectivo? El desprestigio generalizado de la Iglesia y cuanto ella representa ¿se justifica sólo por los casos reales de malos ejemplos?
 

-    Las tentaciones espirituales. Nos referimos a un terreno de la posible acción diabólica especialmente difícil de dilucidar. Que la vida espiritual sea un combate entre tendencias opuestas, está fuera de toda duda. Así lo han vivido todos los cristianos exigentes desde San Pablo hasta nuestros días. Pero, aunque se admita la influencia personal del diablo, no es aconsejable achacar a su actuación las nimiedades y bajezas de la condición humana que se pueden explicar fácilmente por otras causas. Sobrevalorar su presencia, aparte de insano, puede revelar una falta de confianza en el Señor. Entonces, ¿cuál sería su actuación exclusiva en el combate entre la virtud y el pecado? Dejemos las respuestas a los maestros contrastados de la vida espiritual.

En cualquier caso

Y para terminar estas notas, no conviene olvidar algunas afirmaciones que son de sentido común:

-    Decir que el diablo es un ser personal es una aseveración que hay que hacer con las debidas cautelas. Empleamos el concepto de “persona” o “ser personal” de manera análoga en el caso de la persona humana, angélica o divina, sin por ello ocultar la infinita distancia que existe entre las tres formas de “personalidad”. Es decir, en el supuesto de que el diablo sea “persona”, no lo sería como nosotros.
-    Según la creencia oficial, el diablo, ángel caído, es de naturaleza espiritual. Por lo mismo, para manifestarse en este mundo material precisaría de “mediaciones” físicas o psíquicas (visiones suprasensoriales, sueños, actuaciones sobre las personas o las cosas…). Las típicas representaciones de los seres diabólicos responderían a toda esta escenografía, que no por ser necesaria deja de ser a menudo subjetiva y de baja credibilidad.
-    En la supuesta acción maléfica sobre el ser humano, bien sea corporal (posesiones), o bien espiritual (tentaciones), el diablo no puede inmiscuirse en la libertad de la persona condicionándola o forzándola a obrar en contra de su voluntad. La libertad es un santuario divino inviolable.
-    Jesucristo, el Verbo hecho carne, ha vencido al llamado “Príncipe de este mundo” entrando en su mismo territorio cósmico y humano como único y verdadero Señor. Si existe actividad diabólica, ésta sería relativa y secundaria. Como le gusta decir al Papa Francisco, sólo Dios “primerea”.


Burgos, 20 Agosto 2019.