La identidad nostálgica


Hace cuarenta años los que participábamos en las primeras elecciones democráticas e iniciábamos la transición no éramos de una raza superior. Si analizamos fríamente aquellas primeras etapas, encontramos aciertos y errores. Nos movía el ideal de la democracia, superador de los viejos traumas de nuestra convivencia secular. Pero, pronto, nuestras mentes se volvieron hacia el pasado, a escarbar morbosamente en busca de una identidad idílica. Para no ser menos que los catalanes, vascos o gallegos, nos soñábamos herederos privilegiados de un tiempo mejor y diferente. Los castellanos volvimos a desenterrar al Cid y a los Comuneros y a rescatar del olvido las jotas y las dulzainas. Esa operación nostálgica traía consigo un tono épico y reivindicativo, que le daba su punto emocional. No faltaban los héroes y los villanos culpables de que en cada lance Castilla se viera humillada y desviada de su glorioso destino.

Por fortuna, a los habitantes de estas tierras mesetarias se nos fue pasando el sarampión identitario. El afán de cada día nos presentaba otros ideales más realistas y productivos; adaptados a nuestras responsabilidades y a nuestras capacidades presentes y, por ello, generadores de solidaridad sin fanatismos. Teníamos entre manos la construcción de una España moderna dejándonos de ensoñaciones y majaderías. Las gestas castellanas bien están para amueblar nuestra cultura personal y para las representaciones teatrales y festivas de nuestros estíos.

En una canción de la época, obra del gran Raimon (grande en su humildad), “De un tiempo, de un silencio”, a golpe de guitarra se aseguraba “Quien pierde sus orígenes, pierde identidad”. Los orígenes, cierto, son necesarios para no perderse en el mapa de la vida. Pero la identidad no hay que buscarla en el pasado sino en el hoy abierto al mañana. Evoluciona y crece con cada generación y en cada época. Hablamos de una identidad integradora y creativa, que no tiene nada que ver con la identidad nostálgica, para la cual las esencias (del pueblo, de la nación, del grupo humano) se encuentran en el ayer, en unos presuntos hechos fundadores, unas raíces sagradas a las que habría que guardar ciega fidelidad. Esta identidad se alimenta de una visión idealizada y mítica de la historia que pretende regresar al paraíso perdido. Quienes se dejan morder por este delirio se consideran unos seres superiores e intocables, predestinados a desempeñar una misión providencial. Tanta grandeza les resulta incompatible con la mediocridad circundante, a la que hay que combatir, culpabilizar y, en todo caso, mantener a distancia. Una tal superioridad moral no se justifica: es un axioma, una evidencia suprema que sólo pueden percibir los iniciados. Los demás sólo serán enemigos de esa arcadia soñada y de su realización práctica. Desde fuera se ve claro que ésta es una empresa irracional. Pero, ellos, los elegidos, dicen estar dispuestos a dar la vida por conseguirla.


El fundamentalismo religioso, el nacionalismo radical o el dogmatismo ideológico son, antes que nada, una patología de la personalidad colectiva y, como tal, ha de ser tratada. Es inútil combatir ideas y actuaciones de quienes no aceptan el debate común porque se sitúan en una iluminación revelada. Lo único que cabe, por tanto, es mirar hacia otro lado y buscar en el horizonte un nuevo proyecto superador de tales bloqueos. Pienso sinceramente que ese proyecto existe hoy entre nosotros y se llama Europa. La identidad europea es una empresa actual, sanamente retadora. Si nos concertamos los unos y los otros en mirar hacia adelante, quizás se resuelvan problemas hoy por hoy irresolubles. Porque la identidad colectiva no es una posesión que se conquiste arrebatándosela al enemigo sino un don que el destino nos entrega a todos por añadidura y gratuitamente.

Publicado en Diario de Burgos 20 Agosto 2017