Que
nuestros gobernantes andan escasos de ideas, es algo sabido. Llevan
años, diría siglos, repitiendo los mismos eslóganes y tropezando
en las mismas piedras. Con lo fácil que es tener una buena idea. Sin
ir más lejos, yo mismo esta mañana en un súbito ataque de
lucidez he parido varias. Unas ideas tan evidentes y luminosas que no
me explico cómo no se les han ocurrido antes a la
multitud de personajes que pueblan los despachos o los medios de
comunicación. Mis ideas, además, son gratuitas; no pienso cobrar
por ellas. Ni tampoco voy a fundar un nuevo partido político, no
teman; ni siquiera escribir un manifiesto para reclamar adhesiones.
Simplemente las lanzo al viento y quien las recoja puede decir que
son suyas y que se le han ocurrido a él. ¿No es maravilloso? Y si
encima se llevan a la práctica, mi dicha sería total. Pues bien,
para empezar, ofrezco una hoja de ruta
cargada de sentido común.
Resulta
que a España (por ahora… llamémosla así) se le acumulan los
problemas. Por orden de gravedad y aparición en escena, se
resumirían en estos tres: una larga crisis económica, con sus
secuelas de paro y de empobrecimiento masivos; un desprestigio
alarmante de las instituciones democráticas y sus dirigentes; y una
seria amenaza de desmembramiento territorial. Primera evidencia: si
queremos resolverlos, se han de abordar por este orden de prioridad y
no todos al tiempo. Por lo tanto, y en lo que respecta a la crisis,
mi idea es un imperativo: que todas las fuerzas políticas,
económicas y sociales dejen por una vez de ser infantiles y se
pongan a empujar mirando sólo hacia delante, no a los lados. Ante
una emergencia general todo lo demás es inútil. Todos podemos
apoyar cuantas medidas de gestión sean al mismo tiempo eficaces y
solidarias, sin hacer caso de la firma, la ideología o el logotipo.
Una vez
remontado el vuelo, será el momento de abordar de lleno el segundo
problema, la regeneración de nuestra maltrecha democracia. Vendrán
entonces los arreglos de cuentas, la depuración de responsabilidades
de todo tipo, una catarsis, en fin, que dé paso a otros proyectos y
a otras caras en la vida pública, que nos hagan recobrar la ilusión
y la esperanza colectivas.
El tercer
problema depende de los dos anteriores. Es manifiesto que la actual
democracia no ha logrado resolver el difícil puzzle de los
territorios ibéricos. Y no ha sido por falta de buenas intenciones e
incluso de generosidad. Ya la Constitución de 1978 distinguía entre
nacionalidades y regiones, algo vería en la complicada historia de
esta península. Pero se queda en el orden sublime de los principios
(unidad de la nación española y soberanía compartida; diferencias
y solidaridad…) sin concretar las reglas de juego, quedando éstas
a merced de los mutuos reproches, de las megalomanías demagogas, del
superpoder del Tribunal Constitucional… Un ambiente irrespirable,
un juego sucio, del que todos se quieren retirar con la ganancia. Ya
no está bien visto participar.
¿Qué
hacer? Hay menos dinero para repartir, hemos mirado a la cara a los
corruptos y descubierto las trampas de los financieros de casino.
¿Qué nos queda? Si podemos superar el resentimiento, habremos
ganado la partida: ¡nos queda la experiencia, lo aprendido! Podremos
refundar la democracia sobre nuevas bases, adentrarnos sin miedos en
un proceso que lleve a una reforma realista de la Carta Magna para
poder tirar otros cuarenta añitos. Como esta maniobra exigirá en su
día un referendum de todo el pueblo español, el tercer problema se
aborda de lleno. Los que piden autodeterminación, incluso los que
quieren separarse de España tendrán aquí su ocasión de oro sin
necesidad de que los demás quebrantemos el principio de soberanía
nacional. En 1978 los territorios históricos votaron a favor de la
Constitución igual que los demás (en Cataluña, por cierto, con
amplísima mayoría). Es decir, se “autodeterminaron”… para
quedarse. Si una Constitución reformada ya no les representara ni
colmara sus aspiraciones, con votar mayoritariamente en contra, todos
lo tendríamos claro y podríamos sacar las conclusiones pertinentes. Y sin despeinarse, oigan. Yo ya les he brindado mis
ideas. Luego, no se me quejen. Ni me aburran, por favor.