LOS DINEROS DE LA IGLESIA
(Un punto clave de las relaciones Estado-Iglesia)
Jesús-Andrés VICENTE
Con la Campaña del IRPF vuelve cada año al primer plano de la
opinión pública el asunto del dinero que la Iglesia recibe del Estado por
múltiples vías, positivas o negativas: la asignación del 0,7% del citado
impuesto; la subvención de actividades promovidas por la Iglesia, docentes,
culturales, recreativas, sanitarias, artísticas...; la exención de impuestos...
¿Está ello justificado en una sociedad democrática y laica? En
caso afirmativo, ¿cuáles serían los procedimientos más adecuados?
Apunte histórico
Aún se habla y se escribe del Concordato como si estuviera
vigente. Pero no, el último Concordato propiamente dicho entre la Santa Sede y
el Estado español data de 1953 y corresponde, por lo tanto, al periodo de la
dictadura franquista y del llamado nacional-catolicismo. Cosa superada, pues.
Los actuales Acuerdos (que tal es su título jurídico) son de 1979, en plena
transición democrática, de cuya filosofía están impregnados (“separación y
mutua colaboración de la Iglesia y del Estado”, Tarancón dixit). De la anterior
etapa concordataria, los Acuerdos económicos conservan algún resabio: el deber
del Estado de sostener a la Iglesia, aunque éste ya no sea confesional; el
reconocimiento de un estatuto particular de la Iglesia Católica, que tiene su
expresión escrita en la mención especial de la Iglesia en la Constitución de
1978.
Los Acuerdos suponen un avance. Se pasa de la “dotación económica”
(el Estado da una cantidad global a la Iglesia, que ella se autodistribuye), al
sistema llamado de “asignación tributaria” (el Estado asigna un porcentaje de
la recaudación fiscal al sostenimiento de la Iglesia, con la intervención, en
este caso, de la libre elección de los contribuyentes). De su número dependerá
la cuantía del monto final asignado. Pero los legisladores de los Acuerdos ya
eran conscientes de que ni siquiera la “asignación tributaria” habría de ser el
ideal, la meta final, de cara a un futuro no precisado en los mismos. Ésta no
será otra que la “autofinanciación”, según la cual la Iglesia se allegaría sus
propios recursos y el Estado acordaría su colaboración económica dentro de
“otros campos y formas”.
La cuestión de fondo
El hecho de creer en Dios es algo tan original y peculiar que
difícilmente se puede homologar con cualquier otra manifestación del espíritu
humano, por elevada que ésta sea (el arte, la literatura, el amor a la
naturaleza, el deporte, el ocio, la filantropía...). Todas ellas son
unánimemente valoradas por la sociedad. Si bien es cierto que su práctica es de
opción privada y tiene un carácter vocacional, su existencia como realidad
social es considerada necesaria y su fomento, indiscutible. Yo mismo, pongo por
caso, como persona privada no me siento atraído por la interpretación musical,
pero, como ciudadano quiero que la música se cultive y se apoye. No deseo vivir
en una sociedad que sólo produzca ruidos mecánicos y electrónicos.
¿Ocurre lo mismo con la fe religiosa? No, evidentemente, para
cuantos, desde su conciencia atea y laicista, no aprecian el hecho religioso
como humana y socialmente valioso. Estamos ante un sector de la ciudadanía
minoritario pero influyente; en crecimiento numérico. Para este sector, el
derecho humano a la religión sólo se podría ejercer en la esfera privada, y no
contaría con ningún tipo de apoyos públicos.
El estatuto social de la religión en una sociedad pluralista y
democrática habría que situarlo, pues, en un terreno equidistante entre estos
dos extremos: ni considerarla como una realidad pública unánimemente apreciada
y sostenida por creyentes y no creyentes, porque no lo es; ni como una opción
privada insignificante para la sociedad, porque tampoco es del caso. El punto
medio de su inserción responderá más a su especificidad religiosa, a criterios
procedentes de su propia naturaleza, que a los consensos sociológicos que en un
momento dado pueda suscitar. A todos nos conviene apartar lo más posible a la
religión del mercadeo ideológico, mediático o político.
Para los cristianos, el acto de fe es el fruto del encuentro
personal con el Dios que se nos ha revelado en Jesucristo; revelación que se
continúa y ofrece a través de la Iglesia. Su origen es, pues, sobrenatural,
utilizando una expresión clásica; y tiene su sede en la conciencia individual.
Supone una iluminación de la persona que la recibe; y sus efectos interiores se
dejan notar en todos los ámbitos de la vida personal y comunitaria. La fe no se
origina para satisfacer determinadas necesidades humanas, bien sean materiales
o espirituales, individuales o sociales; sino por la soberana comunicación de
la divinidad. Es gracia y no derecho. La riqueza que el creyente recibe es
gratuita, no tiene precio ni parangón. Por eso, en la acción pastoral de la
Iglesia debe regir el principio evangélico de “lo que gratis recibisteis, dadlo gratis”. No se compagina la
práctica de la vida cristiana con la rentabilidad económica. Las buenas obras
se hacen por amor a Dios y al prójimo, y
no para obtener beneficios y contrapartidas (Cf. Mt 5,40-48).
Desde el punto de vista cristiano, es claro que el hecho de creer
en Dios, en su núcleo original e irreductible, se escaparía a la competencia
del Estado. En efecto, un Estado no confesional como el nuestro no entra en el
meollo de la cuestión ¿se ha de creer o no creer; en esta religión o en aquella
otra? De la bondad o maldad intrínseca de un credo, sólo puede juzgar a
posteriori, por las consecuencias legales y sociales que produce. El Estado no
entiende de “gracias sobrenaturales”. Entonces, ¿hasta qué punto y por qué motivos
ha de considerar a la religión como un bien a tutelar?
La confesión privada y pública de la fe concierne a los creyentes
y no a la sociedad como tal (la “societas christiana” es un concepto superado).
Ésta, en un supuesto límite, podría subsistir sin la religión. No así, en
cambio, sin la organización política, sin la educación o la sanidad, sin el
orden público... ¿Quiere esto decir que la Iglesia no formaría parte de las
estructuras integrantes del Estado moderno? A ello vendremos.
En consecuencia con lo expuesto hasta ahora, el Estado ha de
mantener frente a la religión una doble relación. Una universal pero negativa:
asegurar que todos los ciudadanos puedan seguir libremente los dictados de su
conciencia en materia religiosa, libres de coacciones y cortapisas (salvo
aquellas contempladas por el Código penal en defensa del bien común). Otra
particular y positiva: facilitar el ejercicio de este derecho individual y
asociativo de aquellos que, no por profesar un credo religioso, dejan de ser
ciudadanos y contribuyentes al erario público. Esto justificaría la
colaboración económica del Estado para con la Iglesia.
El acto de fe no es separable de sus repercusiones prácticas. Hay
continuidad entre el hecho de creer en Dios y el de defender públicamente una
serie de principios filosóficos y morales; practicar unas determinadas
costumbres; fomentar un tipo de educación, de sanidad, de ocio, de vida
familiar, de concepción política... Si el hecho de creer no es en sí mismo
“subvencionable”, no sucede lo mismo con las consecuencias externas de esa
profesión religiosa. Y aunque no sea fácil determinar en la práctica lo uno y
lo otro, parece conveniente que los ciudadanos cristianos costeen de su propio
peculio los gastos ligados más específicamente al don de la fe (sostenimiento
de los ministros y agentes de pastoral, administración de los sacramentos,
enseñanza catequética, actos de culto, mantenimiento de iglesias, oratorios y
locales parroquiales...). En cambio, la colaboración económica del Estado se ha
de orientar hacia las obras religiosas que tienen una incidencia en la sociedad
(sostenimiento del patrimonio histórico-artístico, fiestas religiosas
populares, centros de enseñanza y de sanidad de la Iglesia, obras sociales,
manifestaciones culturales, recreativas y deportivas...).
La asignación tributaria: ventajas e inconvenientes
La ventaja mayor de la asignación
tributaria actualmente vigente radica en su carácter democrático. Son los
ciudadanos los que deciden de la afectación de una parte de los presupuestos
generales del Estado a las entidades religiosas. Este sistema es, en principio,
congruente con el carácter particular de la profesión de la fe y deja a salvo
la identidad no confesional del Estado, que al asignar el dinero a las
distintas iglesias y confesiones no se implica ideológicamente con ellas. Lo
hace por mandato de los ciudadanos que así lo desean.
Pero advertimos una larga serie de
inconvenientes, que, sumados en su conjunto, hacen que el sistema de la
asignación tributaria deba de ser transitorio, llamado a desparecer. Y esto,
tanto desde el punto de vista del Estado como, en nuestro caso, de la propia
Iglesia católica.
Para el Estado, la asignación tributaria
no deja de ser un artificio forzado por los Acuerdos con la Santa Sede. Sin ellos,
el 0,7% del IRPF a favor de la Iglesia Católica no existiría (y menos aún sus
alternativas laicas en forma de la opción “Fines sociales”). Este origen
histórico tan circunstancial está siendo cuestionado en la hora presente. Su
carácter de pacto entre dos “estados soberanos” contribuye a incrementar el
malestar que los Acuerdos suscitan de una y otra parte. Si no se modifican, es
por evitar graves complicaciones, pero no porque sus bases resulten ser
convincentes.
Además de artificiosa, puede ser arbitraria.
La asignación tiene un perfil tan excepcional que no encuentra parangón en el
cuerpo legal del Estado. ¿Dónde se ha visto que los contribuyentes puedan
intervenir para adjudicar a unos fines particulares una parte de los fondos generales
recaudados por la vía tributaria? ¿Nos imaginamos qué pasaría si esta praxis se
extendiera a otras partidas de los presupuestos? Los agravios comparativos son
interminables. ¿No estamos rozando los límites legales?
En el caso de la Iglesia católica, bien
mirado, no es menor la inadaptación de este sistema. La filosofía de los
Acuerdos corresponde a una Iglesia aún de “cristiandad”. Estado e Iglesia aparecen
en ellos como dos entidades jurídicas que negocian y acuerdan en plan de
igualdad. La anacrónica naturaleza política del estado Vaticano le da a estos
Acuerdos un alcance internacional, con todo lo que ello significa en el plano
jurídico y diplomático. Se distorsiona así su carácter de convenio entre el
Estado y la Iglesia en España sobre materias mixtas que atañen a la realidad y
soberanía nacional.
Jesús-Andrés VICENTE
Con la Campaña del IRPF vuelve cada año al primer plano de la opinión pública el asunto del dinero que la Iglesia recibe del Estado por múltiples vías, positivas o negativas: la asignación del 0,7% del citado impuesto; la subvención de actividades promovidas por la Iglesia, docentes, culturales, recreativas, sanitarias, artísticas...; la exención de impuestos...
¿Está ello justificado en una sociedad democrática y laica? En caso afirmativo, ¿cuáles serían los procedimientos más adecuados?
Apunte histórico
Aún se habla y se escribe del Concordato como si estuviera vigente. Pero no, el último Concordato propiamente dicho entre la Santa Sede y el Estado español data de 1953 y corresponde, por lo tanto, al periodo de la dictadura franquista y del llamado nacional-catolicismo. Cosa superada, pues. Los actuales Acuerdos (que tal es su título jurídico) son de 1979, en plena transición democrática, de cuya filosofía están impregnados (“separación y mutua colaboración de la Iglesia y del Estado”, Tarancón dixit). De la anterior etapa concordataria, los Acuerdos económicos conservan algún resabio: el deber del Estado de sostener a la Iglesia, aunque éste ya no sea confesional; el reconocimiento de un estatuto particular de la Iglesia Católica, que tiene su expresión escrita en la mención especial de la Iglesia en la Constitución de 1978.
Los Acuerdos suponen un avance. Se pasa de la “dotación económica” (el Estado da una cantidad global a la Iglesia, que ella se autodistribuye), al sistema llamado de “asignación tributaria” (el Estado asigna un porcentaje de la recaudación fiscal al sostenimiento de la Iglesia, con la intervención, en este caso, de la libre elección de los contribuyentes). De su número dependerá la cuantía del monto final asignado. Pero los legisladores de los Acuerdos ya eran conscientes de que ni siquiera la “asignación tributaria” habría de ser el ideal, la meta final, de cara a un futuro no precisado en los mismos. Ésta no será otra que la “autofinanciación”, según la cual la Iglesia se allegaría sus propios recursos y el Estado acordaría su colaboración económica dentro de “otros campos y formas”.
La cuestión de fondo
El hecho de creer en Dios es algo tan original y peculiar que difícilmente se puede homologar con cualquier otra manifestación del espíritu humano, por elevada que ésta sea (el arte, la literatura, el amor a la naturaleza, el deporte, el ocio, la filantropía...). Todas ellas son unán
Pero en los tiempos actuales, después del Concilio Vaticano II,
esta concepción socio-política de la Iglesia no se justifica teológicamente.
Responde a una configuración histórica superada. La Iglesia, en su ser íntimo
de misterio de comunión y misión en el Dios trinitario, forma parte del credo
y, como tal, rige sólo para los creyentes. Ante la comunidad civil, la Iglesia se
sustenta en el hecho de que hay ciudadanos que se adhieren a ella en virtud de
su fe. Existe como un medio necesario para que éstos puedan practicar el
derecho a la libertad de culto. Para el Estado democrático no es una
institución soberana, anterior e independiente de la decisión de los creyentes
que a ella se acogen. No tiene una naturaleza sagrada, un carácter inviolable:
su existencia es particular y relativa. Su razón de ser emana del derecho de
los ciudadanos a la práctica del culto.
El sistema de la asignación tributaria
no contribuye ciertamente a despejar el horizonte conceptual. La Iglesia sigue
apareciendo como una entidad jurídico-religiosa con derechos frente al Estado.
En definitiva, como una pieza del sistema (como lo son el deporte, la cultura,
los sindicatos, los partidos políticos…). En base a esta falsa asimilación, se
continúa argumentando y polemizando frecuentemente en los ámbitos públicos, incluso
por parte de personalidades de alto nivel, con unos resultados deplorables para
un entendimiento correcto de las relaciones Iglesia-Estado.
La marca de la cruz a favor de la Iglesia
católica en el impreso del IRPF, a primera vista “no cuesta nada”. El mismo
eslogan proclama la banalidad del gesto: es verdad, ni cuesta ni compromete.
¿Un gesto blando a favor de una Iglesia blanda, que alimenta unas relaciones
blandas?... Pero es que no es verdad que no cueste nada y que con ello “ganemos
todos”. El Estado pierde un 0,7% del IRPF (más otro 0,7% de la coartada “fines
sociales”) y la Iglesia pierde su dignidad y su libertad. De hecho, con
frecuencia se sacan a colación estos dineros cuando representantes de la
Iglesia tienen pronunciamientos públicos que no gustan a los dirigentes de la
sociedad civil.
En la mentalidad del ciudadano medio se
sigue reforzando la convicción secular de que la Iglesia es sostenida por el
Estado mediante dineros, prebendas y privilegios: una confusión de la que todos
salimos perjudicados. En especial, los ciudadanos serios y responsables, y los
católicos que queremos ser coherentes con nuestra fe. Después de haber marcado
la cruz, ¿cómo convencernos a nuestras gentes de que poco o nada hemos hecho mientras
nuestra práctica cristiana no afecte a nuestro bolsillo? La asignación
tributaria ni clarifica ni educa. Con este sistema en vigor y sin correcciones
a la baja, será imposible dar pasos reales de cara a la proclamada
autofinanciación. Entonces, ¿cómo nos atrevemos a afirmar que ésta no es viable,
cuando vamos precisamente en la dirección contraria?
Abramos sin miedo el debate pensando en
un sistema de colaboración económica que sea realmente democrático, respetuoso
con la naturaleza del Estado y de la Iglesia, ajustado a la realidad
socio-político-económica presente y con visos de estabilidad y permanencia en
el tiempo.
Los Acuerdos entre la Santa Sede y el
Estado español de 1979 son hijos de la transición democrática. Se distancian de
los viejos Concordatos franquistas pero presentan graves inconvenientes:
-
No se corresponden con la naturaleza de
un Estado laico y aconfesional, que, por principio, no entra ni sale en la
práctica religiosa; no la considera ni valiosa ni perjudicial en sí misma. Tan
solo salvaguarda y fomenta el derecho de sus ciudadanos a la libertad de
conciencia y de culto; y tutela el bien común frente a toda agresión al
ordenamiento jurídico.
-
En conformidad con lo anterior, el
Estado apoyará positivamente aquellas manifestaciones religiosas públicas debidamente
promovidas por los creyentes según su propia especificidad (culto, arte,
cultura, opinión, educación, obra social…). La Iglesia recibirá las ayudas
económicas y jurídicas a las que tenga derecho dentro de la legislación común
(entidades sin ánimo de lucro, mecenazgo, centros de enseñanza, voluntariado,
servicios ciudadanos…).
-
Tampoco se corresponden dichos Acuerdos
con la naturaleza de la propia Iglesia católica, tal y como ella misma se
comprendió en el Concilio Vaticano II, que es la máxima expresión ecuménica de
los tiempos modernos. Los Acuerdos son herederos de una concepción de la
Iglesia como “sociedad perfecta”, como entidad soberana de rango igual o
superior al Estado. El residuo más ambiguo y notorio de tal anacronismo es la
permanencia del estado Vaticano.
Para comprender la polémica y el
malestar que dichos Acuerdos provocan en la hora presente, hay que ir a las
raíces de la práctica religiosa que pretenden regular.
-
La fe religiosa cristiana, entendida en
el sentido de la Iglesia católica, es una realidad sobrenatural y gratuita, que
no tiene parangón con otras realidades humanas por elevadas que éstas sean
(arte, deporte, filantropía…). Es lógico, pues, que no goce del mismo consenso
y aceptación pública. Por lo tanto, no sería un procedimiento adecuado el de
buscar un tratamiento similar al que éstas reciben.
-
Aunque de hecho no siempre se pueda
deslindar en la práctica la adhesión personal religiosa de las actividades
sociales que ésta genera, esta distinción básica ha de ser el criterio mayor a
la hora de enfocar la procedencia de “los dineros de la Iglesia”. Aquellas
partidas que se derivan más explícitamente de la opción de fe han de ser
sufragadas por los creyentes (culto, ministros, catequistas, iglesias y
oratorios, locales de uso pastoral…). Aquellas otras que tienen una incidencia
social han de ser apoyadas por los dineros públicos.
En consecuencia, el actual régimen de “asignación
tributaria” está llamado a ser superado.
-
Su existencia legal viene determinada
por los Acuerdos de 1979 en su vertiente económica. Se trata de una figura que,
si bien respeta mejor la índole democrática del Estado, no resuelve la cuestión
de fondo. El Estado sigue pagando a la Iglesia, considerada como una entidad
del propio sistema, a través de ese artificio totalmente atípico que es la casilla
en la declaración de la renta. Así lo percibe el ciudadano medio.
-
La prolongación en el tiempo del actual
sistema no beneficia tampoco a la Iglesia, que, si bien obtiene por esta vía
una parte de sus recursos económicos, se ve lastrada para promover la generosa
colaboración de sus fieles y simpatizantes por otras vías más coherentes con su
propio ser, entregando directamente los recursos.
El propio texto de los Acuerdos prevé
que detrás de la “asignación tributaria” ha de venir otro régimen (llamémoslo
“autofinanciación compartida”). Lo que ocurre es que, mientras se mantenga intocable
la primera no se llegará a la segunda. Y, hoy por hoy, lo que vemos es que hay una
falta de determinación política por parte del Estado y de convicción y audacia
profética por parte de la Iglesia. Hemos de promover un debate de opinión
pública, que haga avanzar las cuestiones. El caso de “los dineros de la
Iglesia” es un exponente más, ciertamente importante y significativo, de una
Iglesia cargada de historia y tradición, que no acaba de encontrar su sitio en
la actual sociedad laica y pluralista. Los grandes pasos históricos no se dan
en solo un día.
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